29 de diciembre de 2020

SEVILLA 2020

En el post anterior hice mención a la desgana en la que he venido cayendo en las últimas semanas. También quedó patente que la apatía no es mi estado natural. Por esa razón, con la idea de huir de ellas, de cara a poder escribir algo, a mediados de mes hice un esfuerzo por movilizarme y aprovechar las oportunidades, que es lo que hago siempre, y visité la Torre del Oro. Eso ha despertado en mí las ganas de volver a inventar planes. El problema es que, de momento, seguimos en una situación extraña, por lo que es limitado lo que se puede hacer, pero con la llegada de las Navidades han levantado el confinamiento perimetral de los municipios y eso, al menos, permite un cierto margen de movimiento. Por ello, voy a dedicarle otro post a Sevilla. Desde que empecé a escribir en este blog, todos los años he incluido en el mismo algunos artículos dedicados a la antigua Híspalis, en los que la observo durante unos días como si fuera foráneo. En total, van ya nueve posts dedicados a mi ciudad natal en estos cuatro años y medio. En 2020, no obstante, dadas las circunstancias no me había estrenado. Antes de que acabe, sin embargo, aprovechando que he recuperado, en parte, el espíritu curioso y las ganas de hacer cosas, y gracias a que se me juntaron varios planes atractivos, voy a seguir con la tradición y voy a dedicarle un artículo a Sevilla, en el que seguiré escribiendo sobre sus maravillas.


En total, este post va a estar integrado por el relato de mis visitas a Sevilla desde un viernes hasta el jueves siguiente. En esos seis días bajé a la capital en cinco ocasiones y todas fueron dignas de ser narradas.

No es mi idea hacer una descripción cronológica de las cinco estancias. No lo suelo hacer así. A pesar de ello, esta vez es pertinente empezar por el principio, es decir, por el viernes. La razón es que esa jornada fue normal para mí y, por tanto, es un buen punto de partida. Los que hayan leído algo en este blog sabrán que yo vivo en el Aljarafe, pero trabajo en Sevilla, por lo que voy casi a diario. Por eso, pasar allí un buen puñado de horas un viernes es natural para mí y tampoco es algo que merezca especial atención. Sin embargo, desde octubre trabajo en un edificio histórico, un lugar del que ya he hablado con anterioridad, dado que, incluso, hice una visita guiada por él. Por aquel entonces no me lo podía imaginar, pero he acabado currando en sus entrañas y, por tanto, puesto que es una maravilla, en este caso sí es pertinente empezar hablando del sitio donde paso últimamente mi día a día laboral.


En definitiva, el viernes estuve de dos de la tarde a nueve de la noche en la Antigua Real Fábrica de Tabacos, que es donde desempeño ahora mis labores profesionales. Allí están ubicadas la Facultad de Filología y la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla. Ambas son abastecidas de libros por la Biblioteca de Humanidades, que es mi lugar concreto de trabajo. Esta tiene cuatro puntos de servicios repartidos por el edificio. Yo el viernes estuve en la Sala Bécquer, cuyas ventanas aparecen encendidas en la imagen inmediatamente inferior.



Las salas de la Biblioteca las puede ver cualquier persona. Lo que sí tiene el acceso restringido al personal es la entrada a los depósitos. El otro día estuve solo toda la tarde y no pude ir a ellos, pero en algún futuro post que dedique a Sevilla intentaré poner fotos, ya que el sitio en el que se almacenan los fondos bibliográficos de la Biblioteca es impresionante. Está formado por seis laberínticas plantas, llenas de estanterías repletas de libros, en dónde resulta imposible no perderse al principio. Dado que el edificio es antiguo, los depósitos están oscuros y llenos de recovecos. La hemeroteca también es un lugar para echarle de comer aparte. El que haya visto la película Tesis se podrá hacer una idea de cómo son los entresijos internos de la Antigua Real Fábrica de Tabacos.

A las 21'00 horas del viernes acabó mi jornada laboral y empezaron mis vacaciones navideñas. Regresé a Sevilla el domingo, para hacer una actividad muy especial con Ispavilia. De esta empresa de turismo cultural ya he hablado con anterioridad y no voy a repetir las presentaciones. En esta ocasión, su alma mater, Jesús Pozuelo, nos citó delante de la Puerta de San Miguel de la Catedral de Sevilla para realizar una ruta titulada Los Secretos de la Navidad


Yo supe de la existencia de la ruta hace unos días y me pareció divertido hacerla con las niñas. También vino mi madre, que no lo está pasando bien con esto del virus. El domingo a las 10'00, en la Avenida de la Constitución reinaba aún la tranquilidad y la mañana salió fresca y clara, por lo que todo cuadró. Gracias al recorrido que hicimos, al poco de empezar contemplamos las puertas de la Catedral que representan escenas de la vida de Jesús de Nazaret. Algunas están relacionadas con la Navidad y otras no. De lo que vimos después, lo más evidentemente navideño fue el Belén del Ayuntamiento de Sevilla, que estaba colocado, como es tradición, bajo el arquillo que tiene la casa consistorial en uno de sus laterales.


Como siempre, Jesús Pozuelo nos contó mil cosas y solo pude retener unas cuantas. Sin embargo, me he dado cuenta de que otras muchas quedan en mi subconsciente y afloran cuando hace falta, por lo que estas rutas acaban siendo muy útiles, a la par que divertidas. Además, en las últimas que he hecho he notado que Jesús controla mejor el tiempo, no se va tanto por las ramas y, en consecuencia, no se alargan los recorridos más de lo que el cuerpo humano puede soportar sin empezar a protestar. En este caso, la actividad duró dos horas, que es lo perfecto. Yo iba miedoso, porque era el bautismo de fuego con Ispavilia para Ana y Julia, pero, aunque al final ya se las veía cansadas, creo que se lo pasaron bien.

Dado que el recorrido fue largo y que vimos muchas cosas, voy a destacar solo las que más me gustaron. Lo primero que me llamó la atención fue por qué la Calle Sierpes se llama así. La leyenda está relacionada con una serpiente y se puede encontrar con facilidad en Internet, pero yo no la conocía. Jesús dijo que esta calle es la más importante de Sevilla. Yo siempre la había considerado la gran arteria comercial tradicional del Casco Antiguo, pero si Jesús, que es una enciclopedia andante, dice que la Calle Sierpes es la más significativa de la ciudad, desde ahora mi respeto hacia ella se multiplica.


El callejeo por el centro de Sevilla, que todavía estaba tranquilo, me encantó. Fue llamativo pasar por la Calle Lagar, que es muy estrechita, tiene una doble revuelta y va de la Calle Cuna a la Calle Buiza y Mensaque


Después pasamos por la Calle Acetres, donde resulta que se erige la casa natal de Luis Cernuda. Por lo visto, la misma ha sido adquirida por el Ayuntamiento de Sevilla para crear allí un museo dedicado al poeta. En breve estará reformada, por lo que le hice una foto para recordar su aspecto actual.


De vuelta a la Calle Cuna, también nos enteramos del sentido de ese nombre, relacionado con la ubicación en ella, en 1558, de una institución benéfica para recoger a niños expósitos. En la Calle Orfila pasamos por delante del edificio que alberga el Ateneo de Sevilla, organizador de la Cabalgata de Reyes de Sevilla. Tras este, no hubo muchos más incisos dedicados a la Navidad hasta el final. Antes de acabar, sin embargo, vimos un lugar que me llamó mucho la atención. Resulta que en la Calle José Gestoso está el kilómetro 0 de la zona intramuros de Sevilla.


En efecto, en el lugar que aparece en la foto superior se encuentra el punto desde el cual la distancia a las trece antiguas puertas de Sevilla era la misma.

La ruta finalizó en el Convento de Santa Inés, donde reposan los restos incorruptos de Doña María Coronel, su fundadora. Cuenta la leyenda que esta aristócrata sevillana se echó aceite hirviendo por la cara y el pecho para huir del acoso del rey Pedro I. No se si es cierto. Lo que sí es seguro es que esa ubicación inspiró a Gustavo Adolfo Bécquer una de sus leyendas más famosas, la titulada Maese Pérez el Organista, que está ambientada en Sevilla. Me encantan las leyendas de Bécquer, así que la última parada y su explicación fueron para mí como el colofón. 


Lo pasé muy bien. La ruta solo fue navideña en parte (el tema no da para tanto), pero el recorrido estuvo trufado de otros interesantes incisos, que hicieron que las dos horas entretuvieran, incluso, a Ana y a Julia.


Al finalizar, tuvimos que desandar parte del camino para volver al coche, pero antes de irnos hicimos una parada en Robles Laredo. El mediodía se había quedado muy agradable y en la aireada terraza de este bar, heredero directo de otro que se abrió en 1930, pudimos sentarnos a degustar unos pasteles de esos tan especiales que hacen allí. Yo no me pedí ninguno, pero probé los de las niñas y la tarta de zanahoria de María.


Tras esa mañana tan entrañable e intensa, nos fuimos a casa a descansar, pero por la tarde volvimos a meternos de cabeza en el Casco Antiguo. Nos esperaba otro plan especial. En este caso, María y yo quedamos con dos amigos, Dani y Ángela, para ir al teatro. Siempre intentamos vernos con ellos varias veces al año, pero en 2020, por culpa de la pandemia y de los confinamientos, no habíamos podido quedar, a pesar de los repetidos intentos. Sin embargo, esta vez el virus no nos chafó el plan y pudimos ir a la Sala Cero a ver una obra titulada Mejor... es posible (especial COVID-19)


La función teatral estaba protagonizada por Los Síndrome, nombre genérico al que responden dos payasos, Víctor Carretero y Práxedes Nieto. Yo salí con hipo, así que con eso queda claro que en varios momentos de la función me reí a mandíbula batiente. Hacía falta.

Antes, nos habíamos tomado un refresco en El Patio San Eloy Santa Catalina. Ya hablé en otro post de la cadena de franquicias encabezada por el primigenio El Patio San Eloy. Entonces dije que había diez sucursales franquiciadas en Sevilla con ese nombre y ahora hay una más. No se si la de la Calle Alhóndiga es la que lleva menos tiempo abierta. En cualquier caso, no pasamos de tomarnos una Coca-Cola, principalmente porque entre las 18'00 y las 20'30 horas está prohibido consumir alcohol (es otra de las restricciones que ha traído la COVID-19).

El tercer día que estuve en Sevilla me limité a hacer unas compras navideñas. Anduve durante cerca de dos horas y, gracias a eso, recorrí calles que me gustan. Pasé, por ejemplo, por la Calle Alcaicería.


También atravesé la Plaza de Jesús de la Pasión, la cual es conocida por todo el mundo por su antiguo nombre, que era Plaza del Pan.


No obstante, la mañana no dio para nada más que para ir de tiendas, por lo que voy a pasar directamente al cuarto día, que fue seguramente el más especial. En él, me di uno de los mayores gustazos culinarios que me he pegado en mi vida. No es ningún secreto que me gusta comer en toda clase de negocios de restauración, soy un poco lo que ahora llaman un foodie. En consecuencia, ya estaba tardando en ir a disfrutar de algún restaurante de esos que han sido galardonados con alguna estrella Michelín. Este reconocimiento, que se empezó a otorgar en 1910 por la Guía Michelín, se ha convertido en el verdadero estándar de calidad para los restaurantes. Hay cientos de sitios buenos que ni tienen estrella ni lo pretenden, pero, para un cierto tipo de establecimientos, el hecho de tener ese galardón es básico y yo nunca había comido en un lugar así. Por esa razón, el miércoles reservé en el Restaurante Abantal para ir con María.


El Restaurante Abantal será el único con estrella Michelín en Sevilla en 2021. Resulta increíble que una ciudad como la capital de Andalucía solo tenga un negocio galardonado, pero es así. De hecho, Andalucía tampoco es muy pródiga en establecimientos con estrella. En efecto, si en España, hay 11 con tres, 31 con dos y 182 con una, Andalucía se tiene que conformar con 1, 4 y 14, respectivamente. No está mal, pero es llamativo que, de todos los que han obtenido la distinción en la comunidad andaluza, solo uno se encuentre en Sevilla.

Parece que en el pasado hubo otros restaurantes con estrella en Sevilla. En concreto, a lo largo de la historia de los galardones ha habido ocho en la provincia que han gozado de ese reconocimiento. Algunos cerraron definitivamente, entre ellos La Alquería, que estaba en Sanlúcar la Mayor. Este célebre referente consiguió su primera estrella en 2003 y es el único que tuvo dos, dado que mantuvo la segunda desde 2005 hasta que cerró en 2012. Tampoco existen ya Pello Roteta (tuvo una en 1994 y 1995), el Restaurante Santo (estrellado entre 2011 y 2013) y el restaurante del Hotel El Comercio, en Écija, que fue el pionero (tuvo una estrella de 1929 a 1936). Aparte, hay dos restaurantes que tuvieron estrella, cerraron, y han vuelto a abrir sin ella. Uno es la Antigua Casa de la Viuda, que estuvo honrado entre 1936 y 1939, cerró en los años 50 y abrió de nuevo en 1995. El otro es el Egaña Oriza, que ostentaba el récord de años con estrella (once, desde 1989 a 2000), hasta que le ha superado Abantal al renovar la suya para 2021. Egaña Oriza estuvo un tiempo chapado, pero en 2010 reabrió en el mismo emplazamiento, con el nombre de Restaurante Oriza. No ha vuelto a levantar la cancela desde que cerró por la crisis de la COVID, pero es de esperar que lo haga pronto. Se da la circunstancia de que este restaurante tiene un bar en la parte exterior de su local, llamado Bar España, donde sí estuve hace una década. Tampoco ha reabierto tras la crisis sanitaria, pero oficialmente el cierre es solo una etapa transitoria. Por último, hay dos restaurantes que tuvieron estrella, pero que han dejado de tenerla sin necesidad de dejar de funcionar. Son Taberna del Alabardero (con estrella de 1995 a 2001) y El Burladero (entre 1974 y 1977).

El caso es que nunca había estado en un restaurante con estrella y lo más lógico era empezar por el que me queda más cerca. El chef del Restaurante Abantal se llama Julio Fernández Quintero. Lo primero que me sorprendió es que el negocio no lo han abierto en un lugar demasiado cool. El local no está lejos del centro de Sevilla, pero no se halla en un edificio histórico, ni en una zona especialmente pintoresca. Se encuentra muy cerca, eso sí, de uno de los tres trozos supervivientes de un antiguo acueducto que data de época imperial romana. El mismo es conocido como Caños de Carmona, aunque el agua que transportaba no procedía de ese pueblo, sino de algo más cerca (en concreto, de un manantial sito en Alcalá de Guadaira). El acueducto, no obstante, finalizaba en la desaparecida Puerta de Carmona de la muralla, de ahí su nombre. Este monumento es un vestigio invisible para casi todos. En Sevilla es historia pura y se pasa por delante mil veces, pero parece que está fuera de contexto, en la mediana de una calle con bastante tráfico, y no aparece ni en las guías de turismo. Aún así, es el remanente de una obra de ingeniería que fue sensacional. A mí siempre me gusta verlo.


Volviendo al Restaurante Abantal, su interior está decorado de una manera muy agradable, con mucha madera. Solo tiene sitio para 28 comensales, lo que hace que las mesas estén distanciadas. En la actualidad, la COVID han obligado a los restaurantes a reducir su aforo útil a la mitad, para que se mantenga la distancia de seguridad, pero en Abantal yo creo que no ha hecho falta eliminar ningún asiento. No había evidencias de que hubieran tomado ninguna medida y, sin embargo, la distancia entre las mesas era suficiente. 

Con respecto al menú, voy a poner a continuación una foto por cada plato que comimos. Creo que merece la pena. 

Para empezar, nos sirvieron tres pequeños aperitivos en forma de canapé, que abrieron boca. Esos no los fotografié, lástima. Luego llegó el primer plato, una facera encebollada de atún rojo Gadira, con apionabo y cereales (la facera es una parte del atún especialmente sabrosa, yo no lo sabía). Por su presentación, fue como empezar con fuegos artificiales, ya que, de todo lo que nos pusieron por delante, esta receta es la que tenía un aspecto más rompedor.


Después del delicioso supositorio azul, relleno de atún, llegó el turno del conejo en escabeche con yogur, que también tenía una pinta bastante curiosa.


Lo que podría parecer un huevo frito era, realmente, conejo rodeado de un yogur que le daba un toque agrio, con una capa por encima de escabeche cubierta de gelatina. Iba acompañado de un par de tomatitos deshidratados. Tras este plato vino el que más me gustó. Yo soy un fanático del arroz y, por ello, no es de extrañar que mi mayor disfrute estuviera relacionado con la tapita de arroz meloso con albahaca y piñones.


Huelga decir que el arroz estaba en su punto. Me encandiló su sabor a risotto, mezclado con el toque fresco de la albahaca. Además, los trocitos de manzana realzaban esa sensación de frescura. El cuarto plato fue el que, en apariencia, tenía menos elaboración, pero en él la calidad de la materia prima quedó más patente que en ningún otro.


El carabinero estaba cocinado al vapor y era una delicia brutal. Iba acompañado de bulgur salteado y tomate. El bulgur resulta que es un alimento elaborado a partir del trigo. Se parece al cuscús, pero es como más grueso.

Luego llegó el momento del pescado. Nos sirvieron un pedazo de corvina sobre caldo tostado de boquerón, con hummus y cebollino.


De nuevo, quedó clara la primera calidad del producto, así como los matices que le daban al ingrediente principal las bolitas verdes y el caldito sobre el que iba colocado.

Las recetas de carnaca fueron sorprendentes, porque comimos de todo, pero en ningún momento nos pusieron un trozo de carne por las buenas. Para empezar, nos sirvieron una Oreo de ibérico y ruibarbo con almendras y lima-hierbabuena. 


Lo de llamar Oreo al plato fue simpático y es evidente la razón. La galleta estaba hecha de papada de cerdo, pero es difícil comer algo que suena tan mal, de una manera más llevadera para los ojos. Además, el caldito, que era un ajoblanco, resultó estar delicioso, y los pegotitos verdes eran de helado. Me encantó la mezcla de todo.

Tras esto, continuamos comiendo casquería camuflada, ya que el séptimo plato fue de manitas de cerdo rellenas de hongos, puré de apionabo y foie. El aspecto algo impactante que pueda llegar a tener un guiso de manitas de cerdo aquí estaba mitigado por la elaboración.


Antes del postre, llegó el turno del noveno plato, formado por cochinillo deshuesado, calabaza asada y chirivía (es una hortaliza). De nuevo, el bicho cocinado estuvo camuflado. Cochinillo sí he comido en su forma tradicional, por lo que reconocí el sabor de forma automática, pero aquí no se distinguía al animal muerto. Los pegotitos rojos creo recordar que eran de remolacha y tenían bastante sabor, a pesar de su tamaño.


Tengo que decir que lo que más me sorprendió del menú fueron los postres. La razón es que no soy nada dulcero, ni me gusta la fruta, por lo que el postre suele sobrar para mí. Puedo llegar a probar los helados de sabores clásicos, los bizcochos, el hojaldre, el merengue, la tarta de queso, el arroz con leche, las natillas o los pasteles que llevan chocolate, pero normalmente no me apetecen, por lo que me suelo saltar el último plato en los restaurantes. Además, directamente no me gustan las gelatinas, las cremas ni los siropes. Tampoco el caramelo, el cabello de ángel, el fondant, los azúcares reconcentrados de las tartas, ni las frutas, ya estén cocinadas (en plan tarta de manzana o tarta de fresa) o al natural (en plan macedonia). Sin embargo, a Abantal fui decidido a comérmelo todo. Ni se me pasó por la cabeza saltarme los postres, hasta el punto de que me los acabé los dos... y me gustaron. Con ellos fue donde más aprecié el valor de la alquimia que los cocineros hacen con la comida, puesto que sus ingredientes, de por sí, me resultaron poco atractivos, pero al metérmelos en la boca acabé disfrutando de unas mezclas que mitigaban y matizaban los sabores puros. En ese sentido, el primer dulce, que fue un bizcocho de piña y ras el hanout, chocolate blanco y rooibos (el ras el hanout es una mezcla de especias) me atrajo especialmente.


No me gusta la piña, lo digo abiertamente. Por ello, comerme un postre cuya base es esta fruta debería haberme parecido desagradable, pero en la boca su saborazo fue cortado por las especias y camuflado por el chocolate blanco, sin desaparecer, pero quedando matizado. La piña no es que me repugne, por lo que no me importó sentir con ligereza su sabor, antes de dar paso a un regusto achocolatado, tampoco excesivo.

Con el segundo postre me pasó lo mismo. Era un dulce de frambuesa, cardamomo y limón. Su aspecto me pareció muy simpático, pero era el típico pastel que no hubiera ni probado en otras circunstancias, dado que ninguno de los tres ingredientes me hacen especial gracia. En Abantal, no obstante, no solo me lo zampé entero, sino que además lo disfruté. La razón es la misma: todos los sabores estaban combinados de forma que quedaban compensados y no se hacían pesados. Quedó claro que, en temas de comida, 2+2 no siempre es 4.


No quiero dejar de hablar, para terminar, del quinto día, que fue el 24 de diciembre. Todo el mundo sabe que esa jornada siempre acaba con la cena de Nochebuena, pero para nosotros también es el cumpleaños de María, por lo que siempre hacemos algo especial para almorzar. En esta ocasión, no obstante, la experiencia no fue tan selecta como la de Abantal, pero no resultó menos entrañable. Como es costumbre, para celebrar el cumple bajamos a comer en familia, pero este año la tradicional comilona casera la tuvimos que cambiar por una reunión en un espacio abierto. Pese a esto, no nos complicamos la vida y nos quedamos por la zona donde vive mi suegra, que la tenemos muy trillada. Allí, en el velador de una nueva pizzeria que han abierto hace unos meses, llamada Bambino, nos tomamos unas pizzas al sol.


La Pizzería Bambino es un negocio nuevo, su simpleza es radical y vive de las mesas que tiene fuera, en la amplia acera de una calle sin mucho tráfico. Las pizzas las hacen muy ricas, pero, aparte de ellas, lo poco que tienen en la carta no lo despachan, por lo que pudimos comprobar. Es una pizzería de barrio, frecuentada por grupos de treintañeros de los alrededores, que el otro día realmente estaban más dedicados a beberse unos botellines en buena compañía, antes de irse a su casa a almorzar, que a degustar pizzas. Sin embargo, no vi mal ambiente. Lo importante es que echamos un buen rato y que comimos bien.

Luego, acabamos pasando una agradable sobremesa en el Parque Agumore. El nombre de este recinto verde hace referencia al nombre artístico de Agustín Sevillano, un grafitero de la zona que murió joven. Yo no conocía el nombre del parque, que es pequeño, pero acogedor.


Así, con el recuerdo de ese rato de aire libre y de familia, termina el presente post, así como el año 2020 en este blog. Ojalá que 2021 nos traiga nuevos aires y todo vuelva a encauzarse. Yo, no obstante, seguiré intentando sacarle el máximo partido posible a lo que venga ¡Feliz año!


Reto Viajero POBLACIONES ESENCIALES DE ESPAÑA
Visitado SEVILLA.
En 1977, % de Poblaciones Esenciales ya visitadas en la Provincia de Sevilla: 14'2% (hoy día 100%).
En 1977, % de Poblaciones Esenciales de España ya visitadas: 0'2% (hoy día 35'7%).

Reto Viajero TESOROS DEL MUNDO
Visitado SEVILLA.
En 1977 (aún incompleta ya esta visita), % de Tesoros ya visitados de la España Musulmana: 10% (hoy día, completada ya esta visita, 50%).
En 1977 (aún incompleta ya esta visita), % de Tesoros del Mundo ya visitados: 0'1% (hoy día, completada ya esta visita, 4%).

Reto Viajero MUNICIPIOS DE ANDALUCÍA
Visitado SEVILLA.
En 1977, % de Municipios ya visitados en la Provincia de Sevilla: 0'9% (hoy día 62'9%).
En 1977, % de Municipios de Andalucía ya visitados: 0'1% (hoy día 20'6%).


16 de diciembre de 2020

TORRE DEL ORO Y PASEO COLÓN 2020

En mi lista de lugares andaluces de imprescindible visita hay uno que está fijado como Torre del Oro y Paseo Colón, incluyendo el Kiosco. En total, el listado incluye 121 maravillas, tanto naturales como manufacturadas por el hombre, y la de la Torre del Oro ha quedado reflejada como he escrito. Yo ya había estado en ella en una ocasión, gracias a una excursión del colegio que hice cuando tenía diez años. Aparte, por el Paseo Colón he pasado cientos de veces. Aún así, quería volver para hablar de ambos en mi blog.

Torre del Oro y Paseo Colón

He de decir que no atravieso el mejor momento de mi vida. No. No voy a convertir En Ole Väsynyt en un panegírico. Su razón de ser es transmitir buen rollo y ganas de ir adelante, de manera que no hay lugar en estos artículos para nada que no sea relatar experiencias positivas. Además, no estoy tan mal. De hecho, estoy bien, objetivamente hablando. Tengo salud, amor y no mucho dinero, pero sí suficiente. Mi familia está sana, que es lo más importante. Sin embargo, vivimos tiempos convulsos. Desde el primer post que escribí tras el confinamiento, en mayo, en todos he tenido que hacer referencia a la pandemia de COVID-19 que nos asola. 2020 está siendo complicado y, pese a que pasamos con buen ánimo el verano, el otoño ha sido un quiero y no puedo, apenas hemos podido poner los pies en la calle con normalidad y esa circunstancia a mí, que soy un culo de mal asiento, me ha acabado pasando algo de factura. Lo bueno es que en casa también estoy disfrutando, pero ha llegado un momento en el que he notado un bajón y, desde que nos dijeron en octubre que no podíamos traspasar los límites de nuestros municipios, he visto como me iba apagando, o mejor dicho, como me iba adormilando. Al final, tras dos meses sin salir del pueblo para nada que no sea ir a trabajar, y tras un trimestre casi privado por completo de poder maquinar planes, me he adaptado y estoy cerca de convertirme en una planta. Me he autoimpuesto seguir haciendo deporte, me he puesto a escribir en un periódico digital sobre fútbol femenino y estoy disfrutando de la vida familiar un montón, pero al margen de eso he notado como cada vez se me venía más abajo el ánimo para hacer cosas. No es buena señal. Llevo cuatro años y medio escribiendo en este blog y seguro que ha quedado claro que no llevo bien la inactividad.

Por ello, hace unos días decidí que se acabó la desgana. He de seguir adaptándome a la coyuntura, pero no voy a dejar de luchar por inventar planes... y eso es lo que he hecho: vencer la pereza y visitar la Torre del Oro para poder hablar de ella. De las 121 maravillas andaluzas que quiero ver en mi vida llevo 45. Esta ya la conocía, por lo que no puedo tachar nada de la lista, pero como tengo la intención de hablar de las 121, pues a algunas estoy teniendo que ir de nuevo, así que no hay problema. 

Como decía al principio, la denominación exacta de la maravilla es Torre del Oro y Paseo Colón, incluyendo el Kiosco. Paseo Colón es el nombre de la calle donde se erige el torreón. En realidad, toda la orilla oriental del Río Guadalquivir forma un continuo desde el Puente de San Telmo hasta el del Alamillo. Son un buen puñado de kilómetros en los que hay un paseo peatonal al nivel del agua y, a pocos metros, una calle asfaltada paralela, por donde circulan los coches y que discurre más alta (el nivel de la ciudad queda algo más arriba que el del río). 


Paseo Colón es el nombre que recibe esa larga arteria desde su confluencia con la Calle Almirante Lobo hasta el Puente de Isabel II. Por uno de sus lados cuenta con una acera normal, a la que dan una serie de edificaciones, pero por el opuesto, el de la Torre del Oro precisamente, lo que tiene es un amplio paseo, a cuyos pies está el otro que va al nivel del agua y, algo más allá, el propio Río Guadalquivir.


Del Paseo Colón hablaré otro día, porque se merece un post aparte que complete este. Me gustaría recorrerlo, visitar algunos de sus emblemáticos edificios y, por supuesto, hacer una paradita en el kiosco que aparece en el enunciado de la maravilla, tal y como está planteada. Hoy, no obstante, me voy a centrar en lo que vi el pasado jueves, que fue la preciosa Torre del Oro.


La Torre del Oro es uno de los monumentos sevillanos más emblemáticos, no tanto por lo que contiene, sino más bien por su belleza como edificio. Desde la otra orilla del río forma parte de una de las estampas más espectaculares de la capital andaluza y, por sí sola, también destaca especialmente. El Paseo Colón es un punto clave de concentración de turistas en Sevilla, por lo que la Torre del Oro tiene siempre decenas de visitantes a sus pies. 

Como he dicho, yo solo había entrado una vez en la fortificación, y de eso hacía 33 años. Apenas recordaba nada de lo que hay dentro. Aún así, tenía grabada en la memoria sus escaleras. 


El otro día, a priori no tenía previsto ir a ver la torre. De hecho, debido al confinamiento perimetral no tengo permiso para ir a Sevilla por ocio. A pesar de esto, tuve que bajar temprano a la ciudad para resolver un papeleo que tenía pendiente, la cosa avanzó rápida y me vi a media mañana en el centro, sin mucho más que hacer. Tenía el día de vacaciones y la apatía me invitaba a volverme a casa directamente, pero caer en la desidia a ese nivel hubiera sido impropio de mí, por lo que vencí a la pereza, despejé la mente y me encaminé a la Torre del Oro. Ahora lo agradezco.

La Torre del Oro se construyó en época almohade como baluarte defensivo para proteger la entrada al puerto. Formaba parte de las defensas perimetrales que defendían Sevilla, por lo que estaba unida a un lienzo de muralla por el lado opuesto al del río. Después, fue usada como capilla, almacén de pólvora, oficina del puerto o prisión. Finalmente, en 1944 se reinauguró como espacio expositivo con el nombre de Museo Naval de Sevilla. En la actualidad, su función museística no ha cambiado, aunque ahora se llama Museo Marítimo Torre del Oro.

Hasta 1760 el torreón no tuvo el aspecto que presenta hoy día. Los almohades solo construyeron hasta las almenas, su segundo cuerpo es del siglo XIV y el superior, cilíndrico y rematado por una cúpula dorada, se construyó a raíz de la restauración a la que fue sometida tras sufrir bastantes desperfectos durante el Terremoto de Lisboa de 1755. 


Por lo visto, nunca estuvo recubierta de azulejos, como me contaron a mí, ni su nombre se debe a que se guardaran tesoros en ella. Lo que sí parece ser cierto es que se llamó Torre del Oro desde época almohade, porque estaba encalada y brillaba con el sol. 

Entrar en la fortificación y en el museo vale tan solo 3 euros. Debido a su pequeño espacio, en el monumento no caben más de 50 personas por planta. Son demasiadas, si se juntan 100 personas allí dentro la visita seguro que se desluce. 


Yo, sin embargo, creo que elegí el día perfecto para entrar. La pandemia está siendo un desastre y una ruina para el turismo, pero ahí sí tengo que reconocer que me aproveché de ella, ya que estuve solo en el museo. Al llegar había arriba otra pareja, pero la misma estaba terminando su recorrido y se marchó. Yo vi aquello con una tranquilidad inaudita, teniendo en cuenta que el monumento es uno de los lugares más visitados de una ciudad como Sevilla. Eché dentro 45 minutos y pude leerme todos los cartelitos, así como acercarme pausadamente a cada elemento expuesto.

Nada más entrar, lo primero que hice fue subir a la terraza del primer cuerpo, que es lo más alto que se puede llegar. Por las vistas, esa parte es, sin duda, la más espectacular de la visita.



Luego bajé a la primera planta e hice el recorrido por esta, que es circular, dada la forma del edificio. En la exposición de ese piso se hace un repaso por las diferentes etapas por las que ha pasado la navegación en España.



Lo que vi me resultó entretenido. La muestra se divide en pequeños sectores, dedicado cada uno a una etapa. La primera reflejada es la de los descubrimientos, luego hay una sección dedicada a los años del poder naval, otra para la época en la que la Armada Española estuvo en la vanguardia de la revolución científica, otra para la fase de decadencia y, por último, una quinta zona dedicada a la vuelta al esplendor, que es el periodo actual. Cada sector está ilustrado con una maqueta de un barco de esa época. En la etapa descubridora la maqueta es de la nao Santa María de Colón (primera foto inferior) y en la última es del buque de acción marítima Audaz (segunda foto inferior), un patrullero de altura de la Armada, botado en 2017, que evidencia la recuperada capacidad de diseño y construcción naval de España.



La exposición se completa en la planta que está al nivel de la calle, en la que se hace un repaso por la evolución de la propia Torre del Oro.


A nivel museístico, lo que se ve en el interior de la Torre del Oro no es para tirar cohetes. Las maquetas son chulas, pero los cuadros y los mapas son copias, y apenas si se enseñan algunos utensilios históricos relacionados con la navegación, que más parecen piezas de decoración que otra cosa. Aún así, por 3 euros merece la pena recorrer las tripas del edificio, y los carteles que se pueden leer son muy buenos y didácticos.

Pocas horas después de la visita las autoridades anunciaron que las medidas de confinamiento se van a relajar durante las Navidades. Me temo que eso tendrá consecuencias nefastas para la evolución de la pandemia, pero nosotros, ajustándonos con escrúpulo a la normativa y teniendo un cuidado extremo, intentaremos aprovechar las posibilidades. Con un poco de suerte aún escribiré otro post antes de que acabe el año.


Reto Viajero MARAVILLAS DE ANDALUCÍA
Visitado TORRE DEL ORO Y PASEO COLÓN, INCLUYENDO EL KIOSCO.
En 1988 (primera visita), % de Maravillas de Andalucía visitadas en la Provincia de Sevilla: 18'7% (hoy día 68'7%).
En 1988 (primera visita), % de Maravillas de Andalucía visitadas: 4'1% (hoy día 37'2%).

Reto Viajero TESOROS DEL MUNDO
Visitado SEVILLA.
En 1988 (aún incompleto este reto), % de Tesoros ya visitados de la España Musulmana: 10% (hoy día 50%).
En 1988 (aún incompleto este reto), % de Tesoros del Mundo ya visitados: 0'1% (hoy día 4%).