29 de agosto de 2016

CHICLANA DE LA FRONTERA 2016

Este año empezamos las vacaciones pasando unos días de playa en la costa de Cádiz y las hemos acabado igual.


Aún me quedaban un par de días libres que no había gastado en Irlanda y los he destinado a unas vacaciones radicalmente opuestas a las irlandesas, en primer lugar porque hemos sustituido el frescor ya casi otoñal del norte de Irlanda por el calor aún totalmente veraniego de la costa del sur de España, pero también porque ha cambiado la parte de la familia con la que hemos estado: si a Irlanda fuimos con mis padres, mi hermana y mi cuñado, estos últimos días los hemos disfrutado con mi familia política al completo.

Sin embargo, la mayor diferencia ha sido que hemos pasado de un plan basado en el turismo on the road a otro basado en el playismo familiar más autóctono. Ambos planes han coincidido en que la base de los mismos ha sido estar con la familia, pero mientras el primero ha estado centrado en conocer lo mejor posible la tierra que hemos pisado, el segundo ha girado entorno a bañarnos en la piscina o en la playa (podía ser siempre el mismo trozo de la misma playa), comer y dormir. Evidentemente, para alguien aficionado a conocer mundo el segundo plan puede parecer un infierno, comparado con el primero. En efecto, si todas mis vacaciones tuvieran que estar centradas en vegetar en dos metros cuadrados me darían ganas de echarme a llorar, pero como no es así, tengo que reconocer que no me importa en absoluto pasar cuatro días al año en buena compañía, simplemente comiendo bien, durmiendo a pierna suelta y pasando más tiempo sentado que de pie.


Por otro lado, incluso en un plan de playismo sureño hay oportunidades para que la mente curiosa conozca lugares y los retenga en su retina. No son muchos, porque el verdadero plan playista no solo está centrado en un lugar muy concreto de una limitada zona costera, sino que no tiene el más mínimo interés por salirse del sota, caballo y rey. Nosotros cuatro en julio estuvimos unos días en Chipiona y combinamos sin problema las horas de playa con la exploración de parte del entorno que nos rodeaba, pero al ampliar la compañía eso puede ser, incluso, motivo de problemas, así que más vale ir con la idea de que lo que se conozca del lugar donde se está será casi por casualidad. No obstante, hay ciertas oportunidades para poner los sentidos en algunos sitios interesantes y esos momentos hay, sin duda, que aprovecharlos.

Durante los pasados cuatro días hemos estado en una casa con jardín ubicada en el término municipal de Chiclana de la Frontera, a medio camino entre su casco urbano (que está separado unos kilómetros de la costa) y el núcleo de La Barrosa, que es donde está la principal playa del municipio.




Todo el espacio que hay entre el centro de Chiclana y la zona costera está lleno de casas, así que casi no hay ya sensación de discontinuidad, pero sí se puede identificar donde empieza, al menos de manera simbólica, La Barrosa, que es el lugar donde hemos estado la mayor parte del tiempo que hemos pasado fuera de la casa.

Antes de seguir, tengo que decir que el destino nos ha traído a la zona costera que yo mejor conozco de todas las que pueda haber. Mis tíos, a principios de los 80, ya alquilaban para los meses de verano una casa en Chiclana, cuando casi todo el municipio, salvo el casco urbano, era un mar de pinos con unas pocas edificaciones. A esa casa fui yo varias veces. También mis padres, en aquella época, llegaron a alquilar en la zona una casa un mes entero.


En los años siguientes La Barrosa se convirtió en la zona de costa adonde íbamos a pasar días sueltos de playa, pese a que estaba más lejos de Sevilla que muchas otras partes del litoral. Aquello era tan bonito como lo es hoy, pero apenas había gente, por lo que merecía mucho la pena el paseo. Finalmente, en 1992 mis padres se compraron una casa allí y desde entonces ir por la zona se convirtió para mí en algo habitual, hasta el punto de que durante los cinco siguientes años pasé en La Barrosa al menos uno de los meses de verano. Luego, con los 20 años cumplidos, ya empecé a racanear a la hora de ir a esa casa, pero hasta 2006, año en que mis padres vendieron su propiedad, nunca dejé de pasar en ella, al menos, algún fin de semana suelto de vez en cuando.

En esos años La Barrosa cambió radicalmente, la recién construida, al principio, zona de Novo Sancti Petri, que está anexa, despegó definitivamente, con sus hoteles de lujo y su campo de golf, todo se masificó un poco y el lugar perdió parte de su encanto, lo que acabó provocando que mis padres vendieran la casa. Desde entonces mis visitas a Chiclana han sido puntuales, pero, quizás por tradición, no han faltado las idas ocasionales a la zona en los últimos años. Esta vez, sin embargo, la razón de acabar en La Barrosa no ha tenido que ver conmigo, sino que ha estado relacionada con la casualidad de que apareció allí un alojamiento que se ajustaba bien a lo que necesitábamos para pasar unos días.

Con este bagaje, es lógico que conozca Chiclana de la Frontera bastante bien. He visitado alguna vez su casco urbano, pero sobre todo conozco la parte de la costa, que está vertebrada en torno a las dos principales playas del municipio: la Playa de Sancti Petri y la Playa de La Barrosa. A ambas he tenido la suerte de ir de nuevo estos días.

A la primera de ellas fui con María en bicicleta el viernes por la tarde, cogiéndole un poco las vueltas a la familia, que no se movió de la piscina del chalet en toda la tarde.


Posteriormente, fuimos casi todos de nuevo el sábado por la tarde. El viernes María y yo nos limitamos a darnos un chapuzón y a volvernos, pero el sábado conseguimos que la mayoría de la familia nos acompañara a ver la preciosa puesta de sol que se disfruta desde esta playa, que da al oeste y que no se abre al mar abierto, como las otras playas del municipio, sino que da al Caño de Sancti Petri. Este, desde la arena, tiene un aspecto fluvial, de manera que cuando uno está en la playa parece que se está bañando en la desembocadura de un río. Sin embargo, es en realidad un caño, que se adentra hasta las Marismas de Sancti Petri y que por el otro lado da a la Bahía de Cádiz, creando en medio la isla donde está San Fernando, llamada Isla de León (el caño tiene dos salidas al mar, no es un río). El caso es que en la Playa de Sancti Petri echamos un rato muy agradable, disfrutando de la visión de la Punta del Boquerón, el extremo casi virgen de la Isla de León por el sur, y del Castillo de Sancti Petri, que se alza en el Islote de Sancti Petri, ubicado en mitad del mar, frente por frente al punto donde el Caño de Sancti Petri da al océano.


La Playa de Sancti Petri está separada de la Playa de La Barrosa por el Farallón de Laja Bermeja, aunque ambas playas quedan comunicadas cuando la marea está baja. En la Playa de Sancti Petri se distinguen dos tramos diferenciados: uno que va desde el Farallón hasta el espigón artificial existente en la desembocadura del Caño, y otro, que fue donde nosotros estuvimos, que va desde allí hasta el final de la playa, tierra adentro. En ese final hay un puerto deportivo, otro pesquero y no faltan instalaciones de empresas que se dedican a las actividades náuticas, ubicadas en los restos de lo que fue el poblado de Sancti Petri. De hecho, en esta playa hacía yo windsurf a menudo y he podido ver que se sigue realizando esta actividad. Pese a esto, nuestra estancia en la playa esta vez se limitó a elegir un buen sitio, en una zona alejada del poblado, y a disfrutar del tranquilo entorno, bastante virgen, durante el último rato de la tarde.



La Playa de la Barrosa es totalmente diferente a la de Sancti Petri. Su tremenda longitud hace que se pueda dividir en varias partes: la primera parte tiene paseo marítimo, la segunda tiene la primera linea de casas de La Barrosa más atrasada y la tercera da a Novo Sancti Petri, una zona de hoteles de lujo y urbanizaciones de casitas que quedan un poco retiradas, tras una franja de tierra virgen que le otorga a esa parte un aspecto más natural. De hecho, a la parte final de la playa lo que da es el Parque Periurbano de la Barrosa, conformado por una amplia franja natural llena de pinos que discurre paralela a la costa. El viernes por la mañana y el domingo fuimos a la zona del extremo oeste del Paseo Marítimo y el sábado por la mañana nos dirigimos al extremo opuesto, al que se accede a través del Parque Periurbano. En ambas partes había bastante gente, pero la amplitud de esta playa es capaz de absorber a una gran muchedumbre sin que uno se sienta agobiado.


La Playa de la Barrosa son casi 7 kilómetros de arena finísima e incluso con la marea alta sigue siendo ancha. Indudablemente ha cambiado, a principios de los 90 no había accesos habilitados en la parte de Novo Sancti Petri, salvo por un par de hoteles, y yo bajaba por el acantilado a la playa, que era en algunos tramos casi salvaje, pero, pese a los cambios, sigue siendo uno de los mejores arenales que he visto.

Más allá de las playas, como dije antes el contacto que hemos tenido con Chiclana, fuera de los muros de nuestra casa alquilada, se ha circunscrito al núcleo de La Barrosa.

En efecto, el jueves por la tarde-noche ya dimos una vuelta por su paseo marítimo, que me gusta porque es bastante amplio, y nos tomamos allí una cerveza en el Restaurante Kanaloa, pero fue el viernes por la mañana cuando tuve ocasión de curiosear por el enclave con calma: salí a correr, tiré en dirección a la costa y me lesioné justo al llegar a La Barrosa. Me fastidió, pero aún así decidí que en vez de volverme por donde había venido iba a regresar dando un pequeño rodeo (me dolía el soleo, pero podía andar con molestias sin estropearlo más). Por ello, me recorrí La Barrosa por su calle principal (llamada Carretera de La Barrosa), que está llena de comercios y restaurantes, tranquilos aún a esa hora, y, en un momento dado, me metí por la Calle Capilla, internándome en una zona de grandes chalets rodeados de pinos para buscar la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen, más conocida como Capilla del Pino. La recordaba de hace veinte años y vaya si ha cambiado: entonces era un edificio rectangular de piedra con tejado de chapa, que estaba encajado en un hueco de la Calle Iglesia, y que parecía más una trabajada nave de un polígono industrial que una iglesia, y ahora es un edificio con unos acabados perfectos que mantiene su planta, pero que en la actualidad tiene un gran tejado de madera y pizarra que crea una especie de porche. Sus alrededores, hoy día, están vallados y totalmente remozados. No sólo la zona comercial se ha beneficiado de la llegada del turismo a La Barrosa, está claro.

Aparte, ese mismo viernes por la mañana, tras la sesión de playa, nos tomamos una cerveza y un aperitivo frente al mar en el Restaurante El Campanario. No estuvo ni bien ni mal, estuvimos casi solos en la terraza y no nos echaron más cuenta de la indispensable, pero nos tomamos a gusto la oferta de cerveza, tortillita de camarones y plato de gambas.


Mejor servida estuvo la comida del domingo, esta ya sí despachada a tutiplén: teníamos que dejar la casa a las doce del mediodía y eso hizo que, tras recoger, fuéramos a comer a La Barrosa, como paso previo a aprovechar el último rato de playa por la tarde. Volvimos a ir a la parte del principio del Paseo Marítimo y allí comimos en el Burguer-Bar Pepín, un lugar que por nombre y pinta probablemente sea uno de los restaurantes menos llamativos de la zona, pero que estaba bien lleno y no por casualidad: su especialidad son unas tremendas hamburguesas que tienen una pinta alucinante, pero nosotros nos decidimos por un menú mas tradicional en el contexto playero, a base de pescado frito y aliños, que estuvo muy bien, fresco el pescado y bien servidos los platos. Los camareros fueron, además, muy amables.


En definitiva han sido cuatro días de relax total, un colofón perfecto a unas vacaciones que este año han estado bastante aprovechadas.


Reto Viajero MUNICIPIOS DE ANDALUCÍA
Visitado CHICLANA DE LA FRONTERA.
En 1993 (primera visita real), % de Municipios ya visitados en la Provincia de Cádiz: 4'5% (hoy día 50%).
En 1993 (primera visita real), % de Municipios de Andalucía ya visitados: 1% (hoy día 18'9%).


15 de agosto de 2016

REINO UNIDO 2016

El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte es un estado soberano que se compone de cuatro países: tres están en la Isla de Gran Bretaña (Inglaterra, Escocia Gales) y el cuarto, Irlanda del Norte, ocupa parte del extremo septentrional de la Isla de Irlanda. Yo estuve en 1989 en Inglaterra y en 1995 pasé un mes en Escocia. Este verano he puesto los pies por primera vez en Irlanda del Norte, así que ya solo me falta visitar Gales.


En Irlanda del Norte hemos estado solo dos días, pero es complicado hacer más cosas en ese tiempo: en 48 horas visitamos una maravilla Patrimonio de la Humanidad, seguimos los pasos de la troupe Stark por varios sitios (el que no haya visto Juego de Tronos ya me entenderá un poco más adelante), atravesamos un puente que haría las delicias de Indiana Jones, hicimos senderismo por una reserva natural, desayunamos al más puro estilo británico, cenamos en un pub lleno de fiesteros, almorzamos en una posada pirata y todavía tuvimos tiempo de tener un percance con la furgoneta de alquiler...


Pero vayamos por partes. Por si alguien no lo sabe, Juego de Tronos es una exitosa serie basada en las novelas Canción de Hielo y Fuego del escritor George R. R. Martin. Hasta ahora se han estrenado seis temporadas de la misma y la séptima está al caer (cada temporada tiene diez capítulos). La historia está ambientada en un mundo ficticio que atraviesa una época semejante al medievo real que vivió el norte de Europa. Una de las características de Juego de Tronos es que no es la típica serie rodada en platós o en localizaciones fijas: su presupuesto es enorme desde el primer capítulo y ha ido creciendo, entre otras cosas porque está muy bien ambientada y se rueda por todo el mundo (en España se han rodado partes de la quinta y la sexta temporada). Sin embargo, el lugar principal de filmación es Irlanda del Norte.

No soy muy aficionado a la televisión en general (me gusta el cine, pero en el cine), por lo que no estoy muy al día de lo que está de moda a nivel audiovisual. Alguno dirá que hoy día ver series no tiene nada que ver con ver la televisión, y estará en lo cierto, pero, por alguna razón, los audiovisuales en general no son lo mio. No obstante, si me pongo se disfrutar de una buena película o de una buena serie vista desde mi sofá, como no, así que cuando decidimos que íbamos a ir a Irlanda del Norte, como yo sabía que este país está lleno de localizaciones de Juego de Tronos y, en el fondo, soy un poco friki, pues decidí ponerme a ver la serie, de la que he oído hablar hasta la saciedad. Pronto descubrí que, en efecto, es muy buena (la historia es muy atractiva y la plasmación de la misma está muy currada), pero también me percaté al minuto uno de que, por muy ambientada que esté en un mundo imaginario que mezcla El Señor de los Anillos con la Edad Media, la serie es muy violenta, es sexualmente bastante explícita y está llena de personajes totalmente amorales (los Stark a los que antes hacía referencia son los buenos). Evidentemente, verla con niños no es una opción (no pueden estar ni rondando por la casa). Por esa razón, mi momento de empezar a ver un capítulo no llega antes de las diez de la noche, pero, dado lo que tengo que madrugar, yo a esa hora normalmente estoy más cerca de irme a planchar la oreja que de ponerme delante de una pantalla, por lo que cuando ha llegado el momento de empezar el viaje había logrado ver solo la primera temporada y dos capítulos de la segunda (es decir, 12 capítulos de los 60 que se han estrenado ya). Por suerte, y me encantó darme cuenta, cuando llegamos a The Dark Hedges, primera parada de nuestro Games of Thrones Tour por Irlanda del Norte, reconocí inmediatamente el lugar: sale en el último capítulo de la primera temporada.


The Dark Hedges era hace un buen puñado de décadas un trozo de carretera ubicado en mitad de la nada. Su particularidad residía en que al final de ese tramo de vía, llamada ahora oficialmente Bregagh Road, había una mansión de adinerados llamada Gracehill House (hoy día es un club de golf, los terrenos de la casona se han convertido en el campo de juego). Los dueños de ese palacio decidieron hace más de 250 años que iban a plantar a ambos lados de Bregagh Road un montón de arboles que enmarcaran la llegada a la casa por esa carretera. Casi tres siglos después la fila de arbolitos ha creado uno de los caminos más pintorescos del Reino Unido. El lugar ya era famoso antes de que Juego de Tronos desembarcara allí, pero la serie ha desbocado el tema, cosa que pude comprobar nada más bajarme de la furgoneta: al llegar nosotros aquello parecía la Gran Vía en Navidades. Afortunadamente, los autobuses llenos de japoneses (no es coña) se marcharon antes que nosotros y el lugar se quedó más despejado, aunque es imposible ver aquello a esa hora y en esta época del año igual que como está en las fotos que hay en Internet. Pese a esto, el lugar merece la pena.


Nuestro tour de Juego de Tronos se completó con una parcial visita al Castillo de Dunluce (muy a mi pesar solamente lo vi por fuera) y con la parada para ver las Cuevas de Cushendun. Cushendun es un pueblecito muy pequeño situado en uno de los extremos de una magnífica playa que estaba totalmente vacía. Para llegar a las cuevas hay que atravesar andando parte del pueblo, pasar la desembocadura del Río Dun, bordear una fila de casas y adentrarse en una zona rocosa que hay detrás.


Las cuevas no son muy profundas, no hay que esperar encontrarse allí la Gruta de las Maravillas, pero su entorno estaba desierto, por lo que pudimos disfrutar de todo el encanto de aquel apartado y pintoresco rincón rocoso al borde del mar.




La  cueva es como un túnel, ya que por el otro lado también tiene salida a una especie de aislada cala. Lo que sucede es que hace años alguien debió pensar que aquella recóndita calita era un sitio perfecto para hacerse una casa a la que solo se pudiera entrar a través del túnel. En consecuencia, al final de la cueva lo que hay es una cancela que no se puede atravesar.



Con respecto a Juego de Tronos, el episodio en el que sale esa localización no lo he visto aún, cuando lo haga disfrutaré a la inversa, ya que podré decir sobre la marcha que yo he estado ahí.

Pero, en Irlanda del Norte hay vida más allá de Juego de Tronos. De hecho, su principal atracción, la Calzada del Gigante, creo que aún no ha salido en la serie, a pesar de su mitológico nombre. Se trata de un área de la costa que tiene unas 40.000 columnas hexagonales de basalto formadas al enfriarse relativamente rápido la lava de alguno de los volcanes de la zona hace 60 millones de años (intentan aclararte como fue exactamente el proceso, aunque yo sigo sin hacerme una idea, pero da igual, aquello es una maravilla natural y es alucinante). Lo del nombre del lugar se debe a la leyenda local que trató de darle una explicación, hace tiempo, a como se podía haber formado aquello.







En la Calzada del Gigante, el único enclave Patrimonio de la Humanidad de Irlanda del Norte, hay mucha gente, por supuesto, pero se puede disfrutar incluso así. Hoy día la visita comienza en el Centro de Visitantes (como no), desde donde sale una carretera que solo se puede recorrer a pie o en un autobús lanzadera en el que se suben los que no quieren recorrer andando el kilómetro que separa el Centro de la zona más vistosa de la Calzada. Nosotros fuimos andando, merece la pena.




Realmente a Irlanda del Norte va uno a ver maravillas naturales, principalmente. Tras pasar varias horas recorriendo la Calzada del Gigante nuestra siguiente parada fue otro lugar de los que quitan el hipo, esta vez no solo por la belleza, sino también por el susto que da. Se trata del Carrick-a Rede Rope Bridge. La Isla de Carrick-a Rede es el mejor ejemplo de tapón volcánico de Irlanda del Norte (lo de tapón volcánico describe bastante bien como se formó la isla).


El caso es que esa isla está separada unos 30 metros de la costa y han puesto un puente colgante para que la gente pueda pasar a ella. En la isla no hay nada, es minúscula, pero pasar por el puente de cuerda es muy divertido y, por supuesto, disfrutar del paisaje circundante es casi inevitable. No obstante, para esto último no hay ni que pasar el puente, al inicio del mismo se llega después de otra preciosa caminata de un kilómetro por encima de los acantilados que merece la pena por si misma.








La última maravilla natural que vimos fue el Glenariff Forest Park. En las otras visitas caminamos con el objetivo de ver determinados lugares, pero en este caso se puede decir que caminamos por caminar, ya que hicimos senderismo por parte de las más de 1.100 hectáreas de bosque que componen el parque, que en parte es National Nature Reserve. Cierto es que hicimos una ruta corta (recorrimos el Waterfalls Walk Trail, fueron 3 kilómetros), pero gracias a la misma puede uno adentrarse en esa parte del bosque que es Reserva Natural Nacional y recorrer un camino con escaleras y pasarelas que bordea el Río Glenariff y se interna en su garganta hasta unas bonitas cataratas. Como pudimos comprobar, esta ruta, pese a que tiene buenas cuestas y escaleras, es apta para personas desde 5 a 66 años, al menos.





Pueblos la verdad es que no hemos visto casi ninguno, más allá de Cushendun, que lo atravesamos para ver la cueva, y de Glenarm, que sí lo recorrimos a conciencia, ya que tiene un bonito castillo que sigue siendo privado, por lo que no pudimos entrar en él. En cualquier caso, el recorrido en coche junto a la costa desde Waterfoot a Glenarm fue impresionante, el trayecto mereció la pena.


También estuvimos en Ballycastle, incluso se puede decir que fue allí donde tuvimos la oportunidad de entrar de verdad en contacto con locals, debido al desagradable incidente de la furgoneta. Ahora la cosa la cuento como una anécdota, pero la verdad es que en el momento no me hizo ni pizca de gracia. Como comenté en el post anterior, la furgoneta de 12 plazas en la que hemos estado rulando por Irlanda e Irlanda del Norte la ha conducido casi todo el rato mi cuñado Diego, dada mi pasividad (no me apetecía ni lo más mínimo enfrentarme a ese vehículo tan grande en carreteras donde se conduce por la izquierda con el volante cambiado de lado), dado que mi hermana Inés no conduce y dado que tampoco era lógico que fueran mis padres, estando rodeados de gente joven, los que tuvieran que darse la paliza de mover a la familia. El caso es que la única que dio un paso al frente en un par de ocasiones para relevar a mi cuñado fue María. La noche del primer día que pasamos en Irlanda del Norte, ante la evidencia de que Diego estaba un poco cansado de hacer de chófer, María decidió darle un breve relevo en el trayecto para ir a cenar. Lo malo es que para hacer esto nos metimos en Ballycastle, un pueblo con calles estrechas donde la gente conduce un poco rápido (lo normal en los pueblos). El caso es que en una calle de dos sentidos demasiado estrecha un señor, que no llegó a pararse, decidió no reducir pese a que por allí a duras penas cabían la furgoneta y su coche. María se pegó al lado izquierdo, por el que había que circular, pero se arrimó demasiado y le dejó un bonito recuerdo a nuestra propia furgoneta y al coche que estaba aparcado.



Crisis. María, como no podía ser de otra forma, decidió asumir su acción y se metió en el pub que estaba enfrente del lugar donde estaba aparcado el coche (Anzac Bar & Bistro se llamaba), esperando que el dueño estuviera ahí. Yo la seguí, que menos. Aquello no es que fuera un tugurio de mala muerte, era un pub corriente, pero, precisamente por eso, estaba oscuro y tenía a tres o cuatro armarios empotrados con tatuajes bebiendo pintas en la barra. Lo normal. Reconozco que al ver aquel panorama, dado como habíamos dejado el coche, temí por la integridad de mis piernas. María preguntó al camarero y este le dijo que sí conocía al dueño del coche, al que fue a buscar a otra sala del pub. El mismo resultó ser un chaval joven y delgadito que estaba con su novia. Respiré. Luego comprobé que, además de no ser muy alto ni muy grande, el chaval era listo: vio el coche, se percató de que le acababan de joder el lateral unos guiris (sí, allí los guiris éramos nosotros) con una furgoneta de alquiler, estando él aparcado, y se dio cuenta de que su vehículo iba a salir del percance con una manita de pintura y con la puerta nueva por el módico precio de cero libras. No dejó de sonreír, yo creo que fue por eso. Por nuestra parte, gracias a la clarividencia de mi padre, que decidió, al alquilar la furgoneta, que quería contratar el seguro a todo riesgo, el asunto quedó en un susto que no nos arruinó las vacaciones.

Tras el incidente, y con el cuerpo un poco cortado, llegó el momento de volver a pensar en la cena. Era tarde y el sitio al que íbamos nos lo encontramos cerrado, así que nos vimos un poco fuera de juego. Afortunadamente, enfrente había otro pub, llamado Central Bar, que también servía comida en el piso de arriba. Estaba petado y el camarero nos dijo que no había sitio (eramos ocho), pero mi madre es capaz de ser muy perseverante si se lo propone (además de que es abuela y eso impone), por no hablar de que llevábamos escrito en la cara "nuestros nervios están a flor de piel después de un desafortunado percance, vamos con dos abuelos y las niñas tienen hambre". El caso es que el chaval habló con el jefe y nos ubicó provisionalmente abajo en un rincón, en medio de la algarabía de un pub un sábado por la noche. Al rato, el propio jefe nos indicó que subiéramos y nos colocó en una zona que claramente nos había apañado juntando unas mesas altas, junto a otra barra, en una zona que yo creo que también estaba dedicada a beber (la parte donde había gente comiendo estaba más al fondo). En esa improvisada mesa nos atendieron de lujo y cenamos muy bien, por cierto.

Para acabar este post dejando buen sabor de boca, decir que, tal y como ya pasó en Irlanda, en Irlanda del Norte, más allá de la cena comentada, nos hemos alimentado muy bien. Me encantó, sobre todo, el desayuno de la primera mañana: yo hasta mediodía soy un tanto cuadriculado con la comida, pero en el hotel donde dormimos no había tutía, así que me pedí un desayuno muy británico que me encantó.


Y hablando de especialidades locales, en el Glenariff Cafe (la cafetería del Glenariff Forest Park) acabamos comiendo el día de la caminata, pero antes de empezar la ruta nos tomamos un café y, además, también compartimos un café irlandés (con whisky y nata) que resultó estar bastante bueno. No me podía ir sin probarlo.


Aparte, el primer día comimos en The Smugglers Inn, un pintoresco lugar no muy alejado del mar que es un hotel, pero que tiene un restaurante decorado al modo marinero (pero marinero pirata). El tamaño de la hamburguesa era demoledor, aunque yo me comí un plato de pasta.

Para dormir estuvimos en dos lugares distintos: la primera noche dormimos cerca de Antrim, en el Ballyrobin Country Lodge, un hotel elegante, funcional y moderno.


La segunda noche pernoctamos no muy lejos de Ballycastle, en un B&B llamado Crockatinney Guest House, que, aunque también estaba muy cuidado y reformado, tenía una decoración un tanto kitsch (cabeceros con pedrería de plástico, colores pastel en las paredes, colchas satinadas, algún que otro jarrón de dudoso gusto,...). Sin embargo, este alojamiento resultó ser muy moderno: en Finlandia en 2013 estuvimos en un hotel donde no había recepción (en esos hoteles reservas a través de Internet, entras en el hotel con un código que te envían vía sms, con ese mismo código entras también en tu habitación y listo). Este sitio fue parecido: llegamos, nos encontramos una nota de bienvenida en la puerta y nuestras llaves sobre el mostrador, con ellas entramos en la habitación, nos acomodamos, nos fuimos, volvimos... y allí no vimos a nadie. Al día siguiente, afortunadamente, sí apareció una persona para darnos el desayuno y para cobrarnos...

Aparte de todo, este B&B estaba en un lugar precioso y por fuera era espectacular. Realmente estuvimos muy a gusto.


Como dije al principio, no se pueden hacer más cosas en dos días. Me gustaría volver a Irlanda del Norte a ver Belfast, pero, de momento, me fui muy satisfecho con el intenso recorrido de dos días por la Causeway Coastal Route.



Reto Viajero TODOS LOS PAÍSES DEL MUNDO
Visitado REINO UNIDO.
En 1989 (primera visita), de los 44 Países del Mundo que están en Europa, % de visitados: 6'8% (hoy día 34'1%).
En 1989 (primera visita), de los 196 Países del Mundo, % de visitados: 1'5% (hoy día 8'2%).