28 de febrero de 2017

ANTEQUERA 2017

Lo primero que pensé el sábado pasado al salir del Dolmen de Menga fue: "¿como es posible que no haya venido aquí antes?". Conocía este dolmen y el Tholos de El Romeral desde el colegio (aunque con unos nombres más inexactos: Cueva de Menga y Cueva de El Romeral), pero no los tenía como algo que hubiera que ver de manera inexcusable. Por ello, pese a que están bastante a mano, nunca había tenido la tentación de ir a visitarlos.


El caso es que en julio de 2016 estos monumentos megalíticos, junto con el Dolmen de Viera, han sido declarados Patrimonio de la Humanidad, y a mi madre se le ocurrió ir a verlos antes de que salga de la inopia todo el mundo, como me ha pasado a mí, y se conviertan en un fenómeno de masas. Por ello, nos propuso que fuéramos todos a conocerlos, dándonos además, por gentileza suya, el capricho de dormir una noche en el Parador de Antequera.


Gracias a esto, el pasado fin de semana he puesto por primera vez los pies en Antequera sin que el trabajo haya estado de por medio. Desplazamientos por motivos laborales he hecho muy pocos en mi vida, pero a Antequera hice tres hace unos años (en 2003, 2004 y 2007). Gracias a ellos pude ver cosas de esta ciudad, pero ninguna de las veces pude pararme a hacer verdadero turismo y tenía grandes lagunas.

Como digo, turismo no había hecho en Antequera, pero viajar por trabajo a veces te hace conocer lugares que no verías de otro modo. Entre 2003 y 2009 una parte de mis funciones laborales consistieron en hacer de intermediario con un grupo de monjas de clausura que escanean libros para la Universidad de Sevilla (aunque parezca mentira). Esas monjas son de Antequera y gracias a eso estuve tres veces en el Convento de San José. Yo entré siempre en él por la puerta de atrás, por una cancela que da a la Calle Fresca, y pude acceder a zonas del edificio que no están a la vista normalmente. Fue muy curioso. En una de las visitas vi la Iglesia de San José, que pertenece al Convento, pero que sí está abierta al público. También me enseñaron el Museo Conventual de Las Descalzas, el cual abrieron en 1999 para mostrar su patrimonio. El mismo está centrado en exclusiva en arte religioso, y aunque el valor de muchas de sus obras es indudable, es de la clase de museos al que solo le sacarán el jugo los entendidos en arte sacro. Aparte, en 2003 también tuve ocasión de entrar en el Pósito Municipal, que en la actualidad alberga el Archivo Histórico Municipal (es un edificio del siglo XVII que estaba destinado a almacenar cereales para poder vendérselos, a precio módico, a la población en épocas de carestía).

Esta ha sido, por tanto, mi primera visita relajada a Antequera, aunque el viernes llegamos a las 19'20 horas y solo tuvimos oportunidad de darnos un paseo por la Calle Cantareros y la Calle Diego Ponce. Por lo que pude comprobar, son dos calles repletas de comercios y como el viernes a esa hora estos estaban aún abiertos, las mismas eran un hervidero. Tenían una vida tremenda.

La principal atracción del primer día, sin embargo, fue el propio Parador. He tenido la suerte de pernoctar ya en unos cuantos Paradores de Turismo, pero en el de Antequera solo había estado tomando café en 2002, una tarde de julio en la que el calor hizo que paráramos allí un rato, yendo de Granada a Sevilla. Aquel día fuimos a tiro hecho a la cafetería, donde estuvimos un rato al fresco. Esta vez la estancia ha sido más larga.

Una de las cosas que más me gustan de los Paradores es que están en edificios de un gran valor histórico, pero el de Antequera rompe con ese principio y está ubicado en un edificio moderno, que data de 1940. En este caso, por tanto, el establecimiento no se diferencia tanto de un buen hotel de cuatro estrellas.


Lo mejor que tiene es que, pese a estar situado a cinco minutos a pie del centro, al encontrarse rodeado de espacios abiertos (un parque, sus propios jardines, un colegio, un campo de fútbol, un desmonte y el recinto ferial), da una gran sensación de tranquilidad. Su parte delantera se abre, desde el extremo de la elevación en la que está la ciudad, a la Vega de Antequera, mostrando bonitas vistas. Para aprovechar del todo la estancia en el Parador, el viernes cenamos en su cafetería, que es un espacio muy agradable, cuidado y tranquilo. Su carta no es muy amplia, pero para cenar fue suficiente (me pedí una ensalada que no estuvo mal). Quizás faltaron algunos detalles, que son de esperar en un sitio así (el camarero no puso ni un mantel sobre la mesa, y las segundas bebidas las trajo sin vaso, por lo que hubo que reutilizar el primero, por ejemplo), pero fueron cosas nimias y la tranquilidad del lugar las compensó. A la mañana siguiente desayunamos de bufé, para regocijo de Ana y de Julia, que en los hoteles, con desayunos así, disfrutan comiendo cosas fuera de lo normal a esa hora (bacon y salchichas, por ejemplo). A mí también me gustó, no es de los mejores que he probado, pero se mereció un notable.


Tras el desayuno llegó el momento de ir a por la visita estrella del fin de semana, la de los megalitos, dos de los cuales están en un recinto anexo al casco urbano. Lo primero que hay que decir de los mismos es que verlos es gratis. En abstracto, me parece muy positivo que se considere que la difusión de la cultura es un servicio que no tiene por qué costar dinero a la gente. Sin embargo, los dólmenes necesitan que se les de lustre, los mismos están conservados a la perfección, pero para que se valore convenientemente la joya que tenemos en Antequera es necesario darle brillo a los detalles. No hace ni un año que el Conjunto Arqueológico Dólmenes de Antequera ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad, estoy seguro de que dentro de un tiempo el mismo será un punto de referencia en Andalucía, pero para que ello acabe siendo una realidad hay que empezar a darle esplendor al complejo. Si para ello todo el mundo tiene que aportar unos euros, yo creo que se deben cobrar (poco, algo que esté al alcance de todos, pero que se pueda invertir en infraestructuras y en difusión). En mi opinión, el Centro de Recepción de Visitantes es impropio de un lugar declarado Patrimonio de la Humanidad, ya que es pequeño y caótico: en un espacio reducido se amontonan los que están viendo el vídeo introductorio, la gente que saca las entradas, los que compran recuerdos y los que esperan para las visitas guiadas. A unos metros de este edificio hay otro mucho más grande que está vacío (de hecho, muestra síntomas de abandono) y que creo que está previsto que ejerza de museo. Seguro que en unos años todo el conjunto presentará un aspecto más grandioso, pero la cosa parece que va lenta y, en esas circunstancias, creo que no estaría de más que los visitantes fueran generando beneficios que se pudieran reinvertir.



Aparte, el Tholos de El Romeral, que está a unos 3 o 4 kilómetros de los otros dólmenes, presenta deficiencias aún mayores en su entorno: se llega a él atravesando un polígono industrial, el camino de acceso está hecho polvo y el coche hay que dejarlo en un descampado rodeado de matojos. Allí, además, no hay centro de interpretación alguno.

Dicho todo esto, hay que aclarar que todo lo negativo que acabo de comentar no empaña realmente la visita en sí misma, pero es evidente, después de verlos, que los monumentos megalíticos de Antequera están a la altura de los más importantes de Europa. Hay que darles bombo como se hace con otros enclaves similares fuera de España, simplemente. Sin embargo, como digo, la visita merece la pena y, por supuesto, es pertinente escribir sobre lo bueno del complejo, que es mucho: en primer lugar, el hecho de que ofrezcan tours guiados me parece genial, no es obligatorio apuntarse a ellos (de hecho El Romeral lo ve cada uno por su cuenta, en cualquier caso), pero considero que la ayuda divulgativa de un experto es importante para poner en contexto las construcciones. No se si será sencillo contar con un guía en el futuro, pero yo llamé unos días antes y pudimos unirnos a un grupo en el momento que nos venía mejor. No obstante, me dijeron que hay mucha demanda y luego vi que el grupo que conformamos era muy nutrido (más de 50 personas). En cualquier caso, siempre se puede recorrer aquello por libre.


Lo cierto es que una visita guiada es más útil cuanto mejor es el guía. En este caso, el nuestro, llamado Ángel, hizo un trabajo magnífico: se expresaba muy bien, fue ameno y se veía que, más allá de lo que contaba (que bien podría haber sido un rollo aprendido de memoria), sabía mucho del tema. Mi padre ya nos había explicado unas cuantas cosas, entre ellas que la disposición de las construcciones no es casual, pero lo que nos dijo el guía complementó perfectamente esa explicación (los megalitos de Antequera son casi los únicos del arco mediterráneo, que en vez de estar orientados de acuerdo a fenómenos de tipo celeste, ajustan su posición a la presencia de elementos naturales terrestres del entorno).

Por último, lo más importante es, como no, que lo que te enseñen merezca la pena, y realmente los tres monumentos megalíticos son impresionantes: con la visita guiada primero se visita el Dolmen de Viera (2.500 a. C.), el más pequeñito. Cuando entras, ya te lo han contado todo de él y quizás decepciona (injustamente) un poco.



En la foto de arriba se observa bien la marca del agujero por el que fue saqueado antes de ser descubierto oficialmente (en este caso por los hermanos Viera, de ahí su nombre).

Sin embargo, a continuación se entra en el Dolmen de Menga (3.500 a C.) y allí todo es espectacular: el tamaño de las losas con las que está construido (se pusieron ahí sin grúa), la profundidad de la edificación, compuesta por una galería de acceso y por una gran sala rectangular (entiendo por qué le llamaban cueva) y la maestría conque están ensamblados los gigantescos monolitos de piedra caliza. Por desgracia, salió un día con mucha niebla y no pudimos disfrutar in situ del efecto de ver a lo lejos la Peña de los Enamorados, con su forma de cara acostada, desde el interior del Dolmen.



Al fondo de la sala rectangular hay otro impresionante elemento que también se enseña y se explica: se trata de un pozo que se hunde casi veinte metros en el suelo. El mismo es otra singularidad en este tipo de construcciones, sin referentes en Europa.


Por otro lado, está muy bien el vídeo que ponen en el Centro de Recepción de Visitantes: en él se explica de una manera muy gráfica como se construyeron los monumentos, lo que ayuda a la comprensión posterior del complejo, incluso aunque no se siga a un guía.

Luego, para la última visita de la mañana hubo que coger el coche. En efecto, como he dicho antes el Tholos de El Romeral (1.800 a. C.) está a unos cuantos kilómetros y su acceso deja un poco que desear, pero la construcción en sí es otra maravilla. En este caso no está levantada a base de grandes moles, sino que su galería y sus dos cámaras circulares se hicieron encajando una a una cientos de piedras de menor tamaño (por eso es un tholos y no un dolmen). Es otro monumento impresionante, pero parece que la gente se conforma con visitas parciales, me resulta curioso que tantas personas se decidan a desplazarse hasta Antequera para conocer los megalitos, vean los dos que están más juntos, y no se molesten en desplazarse 3 o 4 kilómetros para ver el tercero, que estaba prácticamente vacío (como he dicho, en los otros había decenas de personas).



En nuestro caso, cuando acabamos de ver el Tholos de El Romeral ya apretaba el hambre y decidimos parar en el Restaurante Los Dólmenes, que está cerca y pertenece al hotel del mismo nombre, aunque tiene un acceso independiente. La elección fue buena, ya que comimos muy bien: estaba muy rica la dorada a la plancha que me pedí, y la porra antequerana que compartimos entre todos tampoco defraudó.


Tras la comida, no me quería ir de Antequera sin profundizar un poco en lo que ofrece su casco urbano: pese a su importancia, en mis tres primeras visitas no había podido subir a la elevación que domina la población, y no me podía marchar otra vez sin explorar esa zona de la ciudad. En esa colina, donde, como no, estuvo el asentamiento original de Antequera, está la Real Colegiata de Santa María la Mayor, el monumento más significativo de la ciudad, del cual hablaré en otro post, así como la Alcazaba, que corona la villa desde época romana, aunque ya no se conserve apenas nada de esa época. El castillo musulmán, en cambio, sí ha conservado algunas partes de la muralla, pero lo que se ve son, en su mayoría, reformas del siglo XV.


Durante casi una hora recorrimos todo el recinto y subimos a la Torre del Homenaje y a la Torre Blanca. Esa parte está muy bien reconstruida y las vistas desde las torres son espectaculares.




Aparte, se puede recorrer con libertad el resto del recinto, por donde ese esparcen restos de construcciones de múltiples épocas.

Junto a la entrada de la Alcazaba está el Arco de los Gigantes, erigido a finales del XVI, en un lugar ocupado antes por una puerta nazarí. Frente a él está el Mirador de las Almenillas, que también tiene vistas impresionantes


Viendo Antequera a vista de pájaro terminó nuestra estancia a la ciudad malagueña. Ahora ya puedo decir que la conozco sin lagunas.


Reto Viajero POBLACIONES ESENCIALES DE ESPAÑA
Visitado ANTEQUERA.
En 2003 (primera visita), % de Poblaciones Esenciales ya visitadas en la Provincia de Málaga: 21'4% (hoy día 50%).
En 2003 (primera visita), % de Poblaciones Esenciales de España ya visitadas: 22% (hoy día 31'7%).


Reto Viajero MUNICIPIOS DE ANDALUCÍA
Visitado ANTEQUERA.
En 2003 (primera visita), % de Municipios ya visitados en la Provincia de Málaga: 3'8% (hoy día 13'6%).
En 2003 (primera visita), % de Municipios de Andalucía ya visitados: 6'9% (hoy día 18'9%).


24 de febrero de 2017

MARATÓN DE SEVILLA 2017

Desde hace unos años todas las primaveras estoy convencido de que la temporada siguiente no correré el Maratón de Sevilla, porque las veces que uno puede enfrentarse a los 42.195 metros son contadas y me apetece conocer otros maratones. Por ello, antes del verano siempre veo claro que no gastaré más cartuchos maratonianos en mi ciudad. Sin embargo, al acercarse la fecha de la carrera el gusanillo me empieza a picar y, al final, no me puedo resistir y me apunto. Gracias a eso he acabado el Maratón de Sevilla nueve veces (2002, 2004, 2006, 2008, 2012, 2014, 2015, 2016 y el presente 2017). Me retiré un año (2005) y las demás veces no he podido participar por causas de fuerza mayor, pero la realidad es que el Maratón de Sevilla es una cita a la que no me puedo resistir.


Realmente es una suerte que en mi propia ciudad se celebre uno de los mejores maratones de España. En nuestro país el Maratón de Sevilla es uno de los más veteranos y desde que yo lo corrí por primera vez ha gozado de todas las homologaciones y oficialidades pertinentes: está bien medido y señalizado, los avituallamientos son adecuados, se controla el tiempo de manera correcta y los corredores reciben todas las atenciones que puedan necesitar. Sin embargo, hasta 2012 fui viendo como el recorrido de la prueba iba estando cada vez más escondido, cada año aumentaba más la sensación de que el Maratón era una molestia. De este modo, su trazado se fue haciendo menos agradable en cada edición. Tras participar en 2012 me dije que no volvería a correr los 42 kilómetros en mi ciudad: en esa ocasión aproximadamente 14 kilómetros de la carrera discurrieron por el interior de la Isla de la Cartuja, y si a eso le sumamos que se evitaba cualquier acercamiento al centro, pues la cosa visualmente solo se podía calificar como fea. Para hacer una buena marca Sevilla siempre ha sido una ciudad magnífica, llana a más no poder, pero para el que no tuviera la motivación de reventar el crono su maratón ofrecía cada vez menos alicientes. La escasa atención mediática, la poquísima gente que había animando en las calles y la ausencia de cosas bonitas con las que distraerse al levantar la vista del asfalto acabaron siendo las notas predominantes del Maratón de Sevilla (el de abajo es el recorrido del año 2012). 


En 2013, de repente, alguien se dio cuenta de que Sevilla, ante el auge del atletismo popular que vivimos, podía llenarse de turistas corredores y de sus familias durante un fin de semana si se le daba un poco más de lustre a su maratón. Otras ciudades lo tienen crudo, pero en Sevilla lo más difícil de conseguir, que es el atractivo entorno, ya lo tenemos. Lo único que hay que hacer es darle la vuelta al imán y que los monumentos, en vez de repeler al trazado de la carrera, lo atraigan. Con esa mentalidad, el recorrido se alteró en ese 2013 y se mantiene hasta hoy en su nueva versión. Ahora se sigue pasando, en parte, por zonas periféricas de Sevilla, como tiene que ser, pero lo cierto es que el Maratón no deja de lado ni uno de los lugares emblemáticos de la capital hispalense (el de abajo ha sido el recorrido de este 2017).



Aparte, en los últimos años la atención que se le ha prestado a la carrera en la ciudad ha sido máxima, en la actualidad el fin de semana del maratón es una auténtica fiesta del atletismo, en la que los ecos de la competición llegan a todos. Lejos queda aquel primer maratón en el que participé en 2002, en el que sólo 1.908 corredores llegamos a meta. Ahora son más de 10.000 personas las que acaban y eso se nota en las calles y en la atención que recibe el evento. Me encanta también lo de que haya grupos de música tocando en directo en diversos puntos del recorrido (a mí me anima mucho). Así es difícil resistirse a participar en el Maratón.

El año próximo me gustaría participar en el Maratón de Barcelona, lo que implicaría no correr el de Sevilla. Ya veremos si finalmente soy capaz de hacerlo, pero de momento en este 2017 volví a verme en la línea de salida ilusionado con atravesar mi ciudad corriendo una vez más. El inicio estuvo de nuevo ubicado en la Avenida de Carlos III, una de las calles vertebradoras, en su día, de la Expo’92. Esa vía se hizo pensando en las multitudes y, en consecuencia, es el lugar perfecto para que más de 10.000 personas se echen a correr a la vez. Sin embargo, por la desangelada Isla de la Cartuja ya no se corren 14 kilómetros, sino 4, los 2 primeros y los 2 últimos.



En mi caso, este año desde el principio me sentí a gusto rodando a 4:45 el kilómetro, por lo que me quité pronto gran parte del nerviosismo que llevaba. El clima finalmente nos respetó y no me cayó ni una gota de agua en toda la mañana, por lo que la misma fue perfecta para correr (la temperatura rondó los 12º y el cielo estuvo nublado).

La primera parte de la carrera pasó por Triana (no por sus calles más emblemáticas, que serían una ratonera con tanta gente, sino por sus arterias principales), antes de recorrer la Avenida de la República Argentina y cruzar el río por primera vez. A continuación, corrimos más de 4 kilómetros bordeando el Guadalquivir, del que nos separamos por un buen rato al filo del kilómetro 10. Para mí fueron esos unos kilómetros magníficos. Iba expectante, como no, la carrera es larga y puede ser un error garrafal venirse demasiado arriba al principio, pero se por experiencia lo duro que es ver que pesan las piernas ya en el kilómetro 7 u 8 (es algo que no augura nada bueno). Por el contrario, sentir ligereza y comodidad rodando por debajo de 4:50 infunde confianza a raudales y permite disfrutar a tope de ese primer tramo del recorrido. El kilómetro 10 lo pasé en 48:14, un buen tiempo (en 2015, mi mejor año aquí, pasé en 48:04, en esta ocasión iba casi calcando los registros).



Tras unos kilómetros de transición, en el kilómetro 14 llegó otra bonita parte de la carrera, la de la ronda histórica. En ese tramo había de nuevo mucho público, que nos llevó en volandas durante el rato en el que bordeamos las Murallas de la Macarena. No obstante, pasado el kilómetro 15 me preparé mentalmente para mi primera travesía en el desierto. En efecto, esos kilómetros se me hacen duros, ya no sufro tanto de coco como en los primeros maratones, porque voy mentalizado, pero aun así es un rato en el que tengo que luchar contra los miedos: ya llevo las piernas calientes y aún falta mucho (más de 25 kilómetros), el ritmo cómodo pega un primer bajón y se que no debo dejarme llevar por el desánimo ni por el miedo al desastre. En esos kilómetros, además, recorrimos la Avenida de Kansas City, una larga recta de casi 3 kilómetros sin apenas público ni nada que mirar. Finalmente llegué a la media maratón, momento de gran alegría en el que se siente que se ha pasado fase. En mi caso, marqué ahí 1h42:28 (hice 1h42:42 en 2015). Aún no había hecho ni un solo kilómetro por encima de 4:59 y me notaba relativamente fresco.


Los siguientes 5 kilómetros los hice aún por debajo de 5:00, pero ya empecé a notarme algo fatigado. Apretar en esos kilómetros puede significar acabar andando los últimos 5, de manera que la consigna era ir al ritmo que me pidiera el cuerpo. Sin embargo, iba mirando en cada punto kilométrico el reloj para ver realmente como avanzaba. Eso es algo peligroso si el reloj empieza a arrojar malas noticias, pero en este caso aún tardé en empezar a superar los 5:00 minutos por kilómetro y, para cuando empecé a hacerlo, fui viendo que apenas se me iban unos segundos cada mil metros, lo que fue afianzando mi moral.

Cuando me planté en la Avenida de la Palmera, ya en el kilómetro 33, sentí que llegaba el momento de la verdad. Sin embargo, al ver delante de mí aquella larga recta me di cuenta de que iba muy cansado, y ahí ya sí di el cambio: dejarse llevar por las sensaciones se había acabado, ya era el momento de pelear por mantener el ritmo. Para ayudarme en mi empresa tenía en esta ocasión tres armas secretas: la primera era el recorrido en sí mismo (como sevillano me motiva correr por el centro de la ciudad), la segunda era la gente, que forma un pasillo humano casi ininterrumpido que te infunde ánimos desde la Plaza de España hasta el Puente de la Barqueta. Por último, mi tercera y más potente arma secreta era la familia, que iba a estar situada de manera estratégica en los kilómetros 35, 37 y 39. En la media maratón este año no pudieron estar mi cuñada y mis sobrinas, que viven cerca de ese punto y que siempre me forman allí una buena, pero, pese a eso, no me faltaban fans en la parte clave de la carrera. De hecho, el kilómetro 35, tras cuatro kilómetros rodando en torno a 5:05, lo volví a hacer en 4:58 solo por el subidón de ver en él a mis padres.



Luego pasé por la Plaza de España disfrutando del entorno y me dirigí a la Calle San Fernando, donde iban a estar María y las niñas. Por desgracia no las vi, en años anteriores han hecho encaje de bolillos para animarme incluso tres veces, pero este año Julia estaba tocada, decidimos el día antes que fueran a verme a tiro hecho a la parte final de la carrera, y al final no pudo ser ni siquiera eso, se levantó con fiebre y no pudieron salir de casa (yo no me enteré, solté el móvil en el guardarropa a las 7'55). En cualquier caso, no viví el nuevo subidón de verlas, pero cuando vas pensando en ver a alguien inevitablemente vas distraído y motivado, así que cuando enfilé la Avenida de la Constitución me había quitado sin sufrir 3 kilómetros clave. Por delante de la Catedral, sin embargo, ya no pude esconder más la realidad: iba muerto y más vacío que un cine un domingo de julio. Es una pena, porque simplemente con haber aguantado los 5 kilómetros que me quedaban a 5:05 hubiera acabado la carrera en 3h28 y hubiera mejorado un minuto mi mejor marca, pero me resultó materialmente imposible, de golpe y porrazo en los últimos 5 kilómetros me planté en un 5:35 de ritmo (y apretando los dientes). Se me fueron en ese tiempo más de dos minutos y medio que me hicieron atravesar la meta en 3h31:19 (tiempo oficial, por mi reloj fueron veinte segundillos menos). En el kilómetro 39 vi a mi tía, ese fue otro momento de alegría que me hizo distraerme y acelerar el paso durante unos metros, pero en la Alameda de Hércules me alcanzó el globo de las 3h30 y eso, en cambio, fue un pequeño palo. En cualquier caso, no quedaba distancia para grandes debacles, había conseguido llegar bien casi hasta el final y el tiempo en la meta del Estadio de la Cartuja fue reflejo de ello (entré el 3.220 de 10.143 llegados). 3h31:19 es una marca que se incrusta en el grupito de mis mejores tiempos maratonianos en Sevilla: en 2015 acabé finalmente en 3h29:23 (ese año fui a un ritmo calcado al de este hasta el kilómetro 37, pero me pude mantener estable hasta el final) y en 2006 finalicé en 3h34:55. El año pasado mi marca fue de 3h35:22, así que me doy por satisfecho con el tiempo de 2017.



En total he acabado ya 16 maratones en mi vida y vendrán más, de hecho mi próxima cita con Filipides será el Maratón de Berlín en septiembre. Hasta entonces disfrutaremos de otro tipo de competiciones. Para mí las carreras más cortas tienen otro tipo de alicientes y hasta el verano disfrutaré a tope de unas cuantas.


Reto Atlético 1.002 CARRERAS
Carreras completadas: 194.
% del Total de Carreras a completar: 19'3%.

Reto Atlético 51 MARATONES
Maratones completados: 16.
% del Total de Maratones a completar: 31'3%.

Reto Atlético PROVINCIA DE SEVILLA 105 CARRERAS
Completada Carrera en SEVILLA.
En 2000 (año de la primera carrera corrida en Sevilla), % de Municipios de la Provincia de Sevilla en los que había corrido una Carrera: 0'9% (hoy día 34'2%).

Reto MARATONES DE ESPAÑA Y PORTUGAL
Completado Maratón en ANDALUCÍA.
En 2002 (año del primer Maratón corrido en Andalucía), % de Comunidades en las que había corrido un Maratón: 5% (hoy día 20%).

Reto PRINCIPALES CARRERAS DE ESPAÑA
Completado MARATÓN DE SEVILLA.
En 2002 (año del primer Maratón de Sevilla), % de Principales Carreras de España que había corrido: 4'6% (hoy día 20'9%).

Reto 7 MARATONES 7 CONTINENTES
Completado Maratón en EUROPA.
En 2002 (año del primer Maratón corrido en Europa), % de Continentes en los que había corrido un Maratón: 14'2% (hoy día 14'2%).

Reto MARATONES DE LA UE
Completado Maratón en ESPAÑA.
En 2002 (año del primer Maratón corrido en España), % de Países de la UE en los que había corrido un Maratón: 3'5% (hoy día 10'7%).


16 de febrero de 2017

TOMARES 2017 (VISITA DE FEBRERO)

Hace un par de meses escribí un post sobre Tomares con motivo de la visita que hice a este pueblo en navidades. En aquella ocasión ya hablé de lo emotivo que es volver a los lugares donde uno ha pasado la infancia. Tomares me transporta a mi niñez y a mi adolescencia, y eso lo convierte en un lugar único en el que nunca me sobra un paseo.

Como ya dije, vuelvo de vez en cuando a Tomares a echar el rato, no me he ido a vivir muy lejos y allí residen aún algunos de mis mejores amigos. El sábado, sin embargo, fui a Tomares para algo más que para ver a mis amigos más íntimos. De hecho, asistí a una reunión bastante grande, gracias a la cual me quedó claro que cuando uno ha sido feliz de niño es una terapia muy saludable sacar de las profundidades del cerebro las sensaciones de nuestra infancia, esas que tenemos todos ahí, pero que normalmente están sepultadas debajo de miles de recuerdos posteriores. Para evocar esa inocencia infantil resulta muy efectivo recorrer los lugares donde se pasó la niñez. Pasar una tarde con los antiguos compañeros del colegio, como hice yo el sábado, también ayuda a que afloren esas tiernas emociones que son tan reconfortantes. Además, comprobar que, con sus diferentes circunstancias, tantos de los que empezaron a sacar la cabeza del nido en el mismo lugar y en el mismo momento que nosotros, son ahora felices, también contribuye a apuntalar los cimientos de lo que somos.

El caso es que yo estudié en uno de los tres colegios públicos que en los años 80 había en Tomares, en concreto en el Colegio Público Menéndez Pelayo. El mismo se inauguró en el curso 84-85 y un año después entré yo para hacer allí tercero de E.G.B. Ese curso y el siguiente solo hubo una línea en el centro, pero Tomares ya estaba en plena expansión y cuando pasé a quinto se abrió una segunda línea, manteniéndose la situación hasta que acabé octavo. En total, la generación del 77 no estuvo formada por más de 80 niños en total, incluyendo a los que se fueron uniendo a lo largo de los años, a los repetidores y a los que se marcharon sin acabar allí la primaria.


Hace unos cuatro meses se dieron una serie de circunstancias y se creó, en el transcurso de un fin de semana, un gran grupo de Whatsapp con todas las personas localizables que formamos parte de esa generación del 77 en el Colegio Público Menéndez Pelayo. Los que empezamos aquella mañana de sábado en el grupo se contaban con los dedos de una mano, pero el mismo estaba compuesto ya por casi medio centenar de personas antes de acabar el domingo. Todos vivimos aquel reencuentro, digital aún, con una excitación tremenda, está claro que la infancia en el Tomares de los años 80 fue feliz para un buen puñado de gente. Unas semanas después, cuando el grupo ya estaba asentado (algunos salieron sin decir nada, es imposible que todo el mundo esté para fiestas, otros fueron localizados pasado un tiempo), se dio el siguiente paso y se organizó la gran quedada. Se hicieron propuestas concretas de lugares y días, y con una facilidad que me sigue sorprendiendo, el 11 de febrero quedó fijada en Tomares una gran cita a la que se apuntaron 30 personas, algunas de las cuales viven bastante lejos de Sevilla. El lugar elegido para la reunión fue La Alquería de Santa Eufemia, un lugar de celebraciones que está en una antigua hacienda olivarera del siglo XVII, justo enfrente del Colegio.


En consecuencia, el pasado sábado, sin alejarnos más de 100 metros del cole donde estudiamos, 28 de esas 30 personas (hubo dos bajas de última hora por motivos familiares) disfrutamos de un afectuoso reencuentro de doce horas: fue una convergencia perfecta entre 28 cuarentones y cuarentonas que en los últimos 25 años han evolucionado de maneras totalmente diferentes, pero que en su vuelta a la infancia conectaron hasta el punto de pasar una jornada de las que dejan huella. Tomares fue testigo de ello.

La jornada comenzó a las 13.30 horas. Enfrente del edificio del Colegio hay un pequeño centro comercial y el bar que, en él, apunta directamente a la puerta del centro (la Cervecería Santa Eufemia), se convirtió en el lugar perfecto para fijar el punto al que ir llegando sin necesidad de esperar a la intemperie (el día salió lluvioso).


Desde el primer momento quedó claro que la cosa iba a fluir, ya que ni siquiera hubo que pasar el rato inicial de corte que hubiera sido de esperar, teniendo en cuenta que algunos llevábamos sin vernos más de media vida. El buen ambiente fue general desde el primer minuto.

En el bar nos fuimos reuniendo y al poco de llegar los últimos comenzamos con el acto simbólico del día: gracias a la iniciativa y al interés de uno de mis antiguos compis estábamos autorizados a entrar en el patio del Colegio para hacernos unas fotos. Lo que sucede es que el mismo ya no es realmente un colegio, por lo que el asunto tuvo, si cabe, una significación aún mayor. En efecto, el Colegio Público Menéndez Pelayo ya no existe. Ahora es un instituto. Para entender por qué se ha operado ese cambio hay que remontarse en el tiempo. Resulta que, unos años después de construirse el colegio, se hizo enfrente otro edificio, destinado a albergar un centro de formación profesional en el que se iban a impartir ciclos formativos de comunicación, imagen y sonido. Eso no supuso, en si mismo, un problema, pero por aquel entonces en Tomares no había posibilidad de estudiar B.U.P. y existía ya la imperiosa necesidad de que el pueblo contara con esa opción. Es por ello que, aparte de inaugurarse el nuevo centro de F.P. se creó también un instituto... que no tenía sede. Durante dos años, para impartir las clases de B.U.P. se usaron, por la tarde, las instalaciones de otro de los colegios públicos del pueblo, y al tercero se invadió el edificio de Formación Profesional, creándose un gran centro de educación secundaria que aún existe, llamado IES Néstor Almendros. Un tiempo después, con la reforma educativa, se reestructuró definitivamente el tema y el gran perjudicado fue mi antiguo cole: con la llegada de la E.S.O. y del Bachillerato el Instituto necesitaba más espacio y la solución fue dejar la Formación Profesional y el Bachillerato en el edificio de siempre y convertir el del Menéndez Pelayo en un centro de E.S.O. La enseñanza primaria se suprimió allí y, por tanto, el Colegio desapareció como tal. 

Pese a esto, las instalaciones están totalmente iguales, por fuera no han cambiado nada. José se puso en contacto con el director del Instituto y él, muy amablemente, le dio las llaves de la cancela para que pudiéramos entrar y hacernos las emotivas fotos.





Los pinos de la foto de arriba los plantamos los niños que estábamos en el Colegio en el año 88, si no recuerdo mal (hubo un pequeño pino para cada niño). El mio se murió poco después, pero quizás los que plantaron los que aún sobreviven tengan conciencia de que siguen allí sus árboles.




Tras el emocionante reencuentro con el escenario en el que pasamos tantas horas de nuestra infancia (¡de niño se pasa mucho tiempo en el colegio!), llegó el momento de la sociabilización pura y dura: a las 15:00 horas cruzamos la calle y nos acomodamos en La Alquería de Santa Eufemia. Hay que decir que el sitio estuvo muy bien elegido, porque éramos 28 y corríamos el riesgo de ser ubicados en un salón demasiado grande o desangelado. Por fortuna, La Alquería tenía un espacio independiente, en el que habían encendido una chimenea y todo, y en el que pudimos comer muy a gusto (fue una comida tipo cocktail, lo que nos dio mucha movilidad). Yo probé todo lo que me pusieron por delante, pero solo recuerdo el Tataki de Atún, el Sorbito de Vichyssoise Templada (que, o metías la lengua en el vasito en plan grotesco o casi ni lo probabas), las Mini Brochetas de Criollo y, como no, las dos cazuelitas (una de arroz caldoso y la otra de carrillada). Tampoco faltaron los pastelitos y el café. Comimos bien.

La tarde pasó volada. Tras la comida pasamos a otra estancia en donde estaba situada la barra de bebidas, y allí continuamos haciendo lo mismo: charlar, reír y, al final, ya con unas copillas de más, incluso bailar. Cuando nos dimos cuenta el maitre del catering, que no quitó la cara de palo en toda la tarde, nos estaba invitando amablemente a que nos fuéramos. Eran casi las 20'30 horas, hacía más de una hora que la barra libre había expirado (pese a lo cual, algunos seguían consumiendo) y el hombre debió ver que o nos pegaba el toque o nos daban allí las dos de la mañana.

En ese momento hubo ya alguna baja, pero el grueso de la reunión cerró el círculo y volvió al centro comercial en el que había comenzado la tarde. Esta vez, sin embargo, para esponjar bien lo que habíamos bebido, nos metimos en la Freiduría Puerto Tomares, donde el buen ambiente siguió siendo la nota predominante: por la naturalidad, allí parecía que estábamos acostumbrados a salir juntos cada viernes y cada sábado. En la freiduría yo mucho no comí, la verdad, me distraje charlando y el pescado frito desapareció cuando yo apenas me había tomado dos calamares. No me preocupó demasiado, para que engañarnos. No obstante, parece que todo estuvo bueno y no pareció caro.


Tras llenar el estómago (algunos más que otros), llegó el momento de la última etapa: fue entrañable acabar la jornada en el Café Cohiba, un pub que, como es normal, no frecuentaba en mis años de colegio (creo que aún no existía), pero que lleva ahí el tiempo suficiente como para haya estado en él unas cuantas veces, ya de mayorcito.


Allí nos tomamos una última copa los supervivientes (unas doce o trece personas), antes de despedirnos pasada la una de la mañana.

En definitiva, fue un día que no olvidaré. Ahí estuvieron Sergio, Raúl, AlexRikliaHelenaEdu, ManoloRaimonNievesFiviJosé, PachiMarinaAntonio, IvánCarolinaPepe Mari, FernandoPatriSusana, Charly, Javi, Sara, Berta, Conchi, María José y Bea. Realmente a algunos hacía 25 años que no los veía. Con otros mantuve un cierto contacto durante los cinco años que estuve aún viviendo en Tomares, tras acabar el colegio (vivíamos muchos por la misma zona). Finalmente, hay dos que siguen siendo amigos míos, no digo de diario, porque ni de coña nos vemos todos los días, pero sí mantenemos un contacto habitual desde siempre y procuramos vernos con toda la frecuencia que la vida adulta nos permite.


Lo bueno es que el contacto con todos se mantendrá gracias al grupo de Whatsapp, lo que posibilitará nuevas quedadas o miniquedadas ocasionales, y estoy seguro de que a algunos incluso los veré con más frecuencia (tras la quedada ya somos cuatro los que estamos apuntados a un trail en Guillena en abril, el mundo de las carreras une mucho...).

Para acabar, temía que un fiestón de doce horas, bien regado de cerveza y de lo que no es cerveza, pusiera en riesgo todo lo que me he venido currando el Maratón de Sevilla desde hace meses. Afortunadamente, me fui a la camita algo doblado, pero pasados unos días ya puedo decir que los efectos tóxicos de la quedada no van a influir ni lo más mínimo en el resultado del maratón del próximo domingo.


Reto Viajero MUNICIPIOS DE ANDALUCÍA
Visitado TOMARES.
En 1983 (primera visita), % de Municipios ya visitados en la Provincia de Sevilla: 1'9% (hoy día 61%).
En 1983 (primera visita), % de Municipios de Andalucía ya visitados: 0'2% (hoy día 18'9%).


7 de febrero de 2017

SANTIPONCE 2017

Se echaba de menos un poquito de movimiento. Desde mediados de diciembre, hemos estado prácticamente anclados en puerto, primero por las navidades y su resaca, y luego por una obra que hemos tenido que hacer en casa, la cual ha monopolizado dos fines de semana completos. Pese a que no he dejado de entrenar, carreras tampoco he corrido, así que en los últimos tiempos no ha habido demasiadas historias que plasmar en este blog.

Para sacar la cabeza del nido, el pasado domingo fuimos a echar la mañana a Santiponce. El plan no fue ningún prodigio de osadía o de exotismo. De hecho, ni siquiera nos centramos en visitar alguno de los destacados enclaves que tiene este pueblo sevillano, pero nos apetecía que nos diera el aire, y a eso dedicamos la mañana.

El evento que sirvió de excusa para organizar un domingo especial fue la Carrera Popular Santiponce. Hace unas semanas, María y yo nos encontramos, por casualidad, con un viejo amigo, y quedamos con él en vernos en Santiponce, con el pretexto de la carrera, como paso previo a irnos a comer a algún sitio apetecible de los alrededores. No obstante, poco después de aquello, decidí que este 2017 no voy a participar en ninguna competición el mes antes del Maratón de Sevilla (el año pasado sí corrí en Santiponce, a falta de quince días para la gran cita). Pese a esto, para que nuestra quedada no se tambalease, María se ofreció a correr la prueba (o parte de ella), a pesar de que apenas ha entrenado desde mitad de noviembre. También apuntamos a las niñas a las carreras infantiles. Gracias a eso, el plan siguió adelante sin problema.



Santiponce es un municipio de 8.500 habitantes, ubicado a 10 kilómetros de Sevilla, aunque su término colinda con el de la capital por el este. Sus principales highlights son tres: el Conjunto Arqueológico de Itálica, el Teatro Romano de Itálica, que está fuera del recinto italicense propiamente dicho, y el Monasterio de San Isidoro del Campo. Más allá de esos puntos clave, Santiponce apenas ofrece nada, ya que es el típico pueblo levantado a base de construir, en tiempos modernos, viviendas funcionales sin demasiado atractivo. No obstante, Santiponce siempre me ha fascinado, porque está posado sobre un asentamiento de origen romano. Normalmente, en las poblaciones hay una continuidad evolutiva, de manera que, cuando tienen un origen remoto, el devenir de la historia va, poco a poco, cambiando la fisonomía del lugar. Unas veces, lo antiguo perdura en mayor medida, y otras es menos respetado, pero no son habituales los casos como el de Santiponce, que está construido ex novo sobre Itálica, una ciudad romana que yace sepultada bajo los cimientos de las casas donde, hoy día, reside la gente. 

Sin embargo, no toda la antigua ciudad de Itálica está ya enterrada. Una parte se ha sacado a la luz, y constituye el citado Conjunto Arqueológico de Itálica, un recinto que está adyacente al casco urbano de Santiponce. Su particular idiosincrasia se aprecia bien desde el aire. En efecto, en la imagen satélite se ve como las excavaciones, situadas al norte de la localidad, parecen amenazar con expandirse hacia la zona de las casas del pueblo actual.


Para entender como acabó Santiponce encima de Itálica hay que remitirse a los libros de historia. En ellos, pone que esta fue la primera ciudad romana fundada fuera de la Península Itálica, nada menos. Sus orígenes están ligados a la Segunda Guerra Púnica, que enfrentó a Roma y a Cartago en la Península Ibérica. En el marco de esa confrontación, las legiones de Publio Cornelio Escipión derrotaron a las tropas cartaginesas en la batalla de Ilipa, que tuvo lugar en el 206 antes de Cristo, a una decena de kilómetros de lo que hoy es Santiponce. Tras el combate, los legionarios romanos se establecieron en el Cerro San Antonio, donde ya existía una población turdetana desde hacía un centenar de años. Ese fue el germen de Itálica. Al principio, los turdetanos y los romanos compartieron el espacio, pero los modos sociales y políticos de los segundos se acabaron imponiendo, hasta el punto de que, a mediados del siglo I antes de Cristo, la urbs, plenamente romanizada ya, adquirió el estatuto municipal. Con posterioridad, durante el gobierno del emperador Adriano (117-138 d. C.), alcanzó el estatus de colonia, tras haber sido objeto de continuas mejoras urbanísticas y arquitectónicas. A pesar de su impronta aristocrática y castrense, ligada a su origen, y opuesta al carácter popular de su vecina Hispalis, el esplendor de Itálica no fue eterno, dado que, al disminuir el favorecedor peso del elemento hispano en Roma, poco a poco la decadencia se apoderó de ella, provocando que sus principales edificios públicos, infraestructuras y mansiones empezaran a abandonarse y a venirse abajo. La ciudad se redujo, y en el siglo IV d. C. ocupaba una superficie bastante menor a la de sus tiempos de esplendor. El declive fue lento, pero el abandono total de Itálica acabó siendo un hecho. El actual pueblo se empezó a levantar en el siglo XVII, en el desmonte formado sobre sus ruinas.

Ahora bien, lo que sucede en Santiponce es que, ni siquiera todo lo que está acotado como conjunto arqueológico se encuentra excavado. Además, en el límite sur de ese recinto, se aprecia bien como las casas llegan hasta él y se detienen bruscamente.


Debajo de la tierra del desmonte hay restos romanos, y bajo las casas también. En realidad, el núcleo urbano inicial de Itálica es el que está bajo las viviendas de Santiponce, oculto en su mayoría, a excepción de algunos elementos que se han sacado a la luz (por ejemplo, el citado Teatro). El área del Conjunto Arqueológico de Itálica se corresponde con la Nova Urbs, la gran ampliación urbana que aconteció en época de Adriano. Bajo el mandato de este emperador, de una superficie de 14 hectáreas, la ciudad pasó a abarcar unas 52. El pueblo actual no ha llegado nunca a ser tan grande. Debido a eso, las partes de la expansión adrianea permanecieron bajo un descampado no urbanizado, hasta que se empezaron a excavar el siglo pasado.

Yo he estado en Itálica en numerosas ocasiones. Las dos últimas tuvieron lugar en 2015. Ese año, estuve de visita, una vez, y también fui a correr el Cross de Itálica. Santiponce, por su parte, pese a estar pegado al yacimiento, no suele recorrerse. Justo al lado de la puerta del recinto arqueológico que está en el extremo norte del pueblo, hay dos restaurantes muy afamados, y un poco más al sur (marcado en la imagen de abajo con un círculo azul pequeño), está el Teatro Romano de Itálica. Eso es todo lo lejos que se suele ir de las ruinas (yo estuve en el Teatro en 2013, cuando fui a ver una actuación del Festival Internacional de Danza Itálica, que tiene lugar en él).


El otro enclave interesante del pueblo es el Monasterio de San Isidoro del Campo. Yo lo vi en 2002 (está rodeado por el círculo azul grande). Está en la esquina sureste de Santiponce. A él se puede llegar sin poner los pies en su casco urbano.


Como se puede ver, he estado en Santiponce en varias ocasiones, pero solo en 2008 exploré sus calles más céntricas (rodeadas en rojo). Las otras veces, simplemente fui a tiro hecho a ver los monumentos destacados.

Aparte de lo comentado, al suroeste de las ruinas hay un amplio sector, lleno de casas distribuidas en cuadrícula, que aparece rodeado en verde en la imagen de arriba. Es la zona más llana de la localidad, y es eminentemente residencial. Tras haber participado en el Cross de Itálica en 2015, el año pasado me apunté a la vigésima edición de la Carrera Popular Santiponce, como dije antes. Esta cita no tiene nada que ver con la célebre prueba campo a través, aunque también atraviesa las excavaciones. Gracias a eso, estuve en esa parte residencial del pueblo, que era la que no conocía. La Avenida de la Virgen del Rocío es su espina dorsal, y lo que tiene a ambos lados son viviendas unifamiliares bien distribuidas.


El pasado domingo volví a ese sector del pueblo, y, como en esta ocasión fui de espectador a la Carrera Popular Santiponce, pude recorrer a pie, más en profundidad, toda el área que rodea el Pabellón Municipal de Deportes Francisco Domínguez, que fue el lugar de inicio y de final de la prueba. Antes de la carrera de María, llegamos incluso a asomarnos al recinto arqueológico por su lado sur, pero, finalmente, una vez finalizadas las competiciones, fue en la Avenida de la Virgen del Rocío donde acabamos haciendo una parada, para tomarnos una cerveza en la Cervecería Pizzería Lacerta, como paso previo a coger el coche e irnos a comer a Castilleja de la Cuesta.


En definitiva, a la espera de que vuelva la época de los planes más complicados, disfrutamos, de una manera muy relajada, de una soleada mañana invernal en Santiponce.



Reto Viajero MUNICIPIOS DE ANDALUCÍA
Visitado SANTIPONCE.
En 1994 (primera visita consciente), % de Municipios ya visitados en la Provincia de Sevilla: 3'8% (hoy día 61%).
En 1994 (primera visita consciente), % de Municipios de Andalucía ya visitados: 1'4% (hoy día 18'9%).