9 de noviembre de 2017

DOÑANA TRAIL MARATHON 2017

En 2013, poco después de la celebración de su primera edición, tuve conocimiento de que existía una prueba llamada Doñana Trail Marathon, que iba desde el centro de la ciudad de Sevilla hasta la aldea de El Rocío (Huelva), siguiendo gran parte del camino que hacen las carretas durante la Romería de El Rocío.


El recorrido me pareció una pasada, y, aunque no tengo en absoluto alma de ultrafondista, decidí que yo tenía que vivir esa cita desde dentro algún día. Sin embargo, desde entonces han ido transcurriendo los años, y no había visto el momento de meterme semejante paliza: para hacer frente con garantías a una prueba de ese calibre, hay que estar bien preparado, y es necesario haber acumulado una buena cantidad de kilómetros de entrenamiento en los meses anteriores. Además, yo tardo en recuperarme al 100% de esos excesos, por lo que se que, tras un trallazo así, no me puedo fijar grandes objetivos en los meses siguientes. En definitiva, hasta este 2017 siempre había encontrado una amplia gama de excusas para no participar en el Doñana Trail: pocos kilómetros hechos en los meses veraniegos, ganas de correr a tope tres meses después el Maratón de Sevilla, miedo a lesionarme,... La realidad es que afrontar carreras tan largas me da algo de pereza, porque agradezco un montón mi ratito diario de running, y las ultras me dejan muy cascado, lo cual implica que tardo semanas en poder volver a rodar como a mi me gusta, es decir, desenganchado y cómodo. También me ocurre con los maratones, pero menos.

Pese a todo, vivo inmerso, un poco por casualidad, en un contexto muy rociero. En efecto, en Villanueva del Ariscal, tal y como sucede en muchos pueblos del Aljarafe, se percibe, por doquier, una atmósfera de especial emoción cuando se aproxima el momento de hacer el camino. En mi caso, además, comparto despacho, desde hace ocho años, con un compañero que no se pierde la romería por nada del mundo. En definitiva, cuando se acerca el Lunes de Pentecostés, cada primavera me veo rodeado de un ambiente que, sin tener que ver conmigo, me toca de múltiples maneras. A pesar de esto, es altamente improbable que yo vaya en romería a El Rocío nunca en mi vida, por varias razones, pero la idea de experimentar mi propia versión rociera, saliendo del meollo de Sevilla, y llegando, por mis propios medios, a la puerta del Santuario de Nuestra Señora del Rocío, me resultó llamativa desde el principio. Por ello, siempre he sabido que terminaría participando en el Doñana Trail Marathon, que tiene el aliciente extra de que atraviesa un entorno natural que me fascina. Aparte, las sensaciones que uno disfruta en una ultra no se viven en ninguna otra carrera, y ese hecho acaba por hacer que, muy de vez en cuando, haya que enterrar las excusas, olvidar los inconvenientes, y lanzarse a alguna de esas aventuras.


Este año sabía que era el momento de participar en el Doñana Trail Marathon, porque, por primera vez, he corrido un maratón en septiembre, y, por tanto, estaba con más kilómetros en las piernas que nunca. A los pocos días de acabar el Maratón de Berlín, vi que me encontraba bien, y que un mes y pico podía ser suficiente para ir a una ultramaratón, ya recuperado, pero aprovechando aún los kilómetros acumulados. Por eso, sin dejar de dudarlo mucho, me apunté a la carrera, y el pasado 4 de noviembre me vi, por fin, en la Puerta de Jerez de Sevilla, dispuesto a ir a pie hasta la aldea de El Rocío.


El inicio, en la mencionada Puerta de Jerez, estuvo muy bien pensado, porque aprovecharon, para colocar la línea de salida, la pérgola que se instaló allí cuando se remodeló la zona en 2009. La estructura contribuyó a crear un comienzo espectacular.



Por lo que a mí respecta, vi pronto que el ambiente era más experimentado que el de los 101 Kilómetros en 24 Horas, que es mi referencia en el mundo del ultrafondo. En la prueba que organiza La Legión, dan 24 horas de límite para recorrer los 101 kilómetros, y ese margen tan amplio hace que, junto a los cracks, haya en la salida bastantes corredores populares. En el Doñana Trail enseguida vi un mayor porcentaje de machacas. De hecho, la confirmación de que el nivel era altito llegó en los 5 primeros kilómetros, que en teoría eran neutralizados. Eso significa que, en el reglamento ponía que el ritmo máximo al que se podía avanzar era de 8 kilómetros/hora (7:30 min/km). Ello implicaba trotar, muy suavemente, todo el trecho que discurría por la ciudad de Sevilla. Yo estaba tan mentalizado para ir así, que ni siquiera me había quitado la ropa de abrigo al empezar, pero, para mi sorpresa, yendo en la parte central del grupo, hice a 5 min/km los 5.000 metros iniciales. El pelotón no se rompió, pero se estiró una barbaridad (me tuve que quitar el cortafríos y meterlo en la mochila, como pude, sin dejar de correr). Cuando llegamos al punto donde acababa el tramo neutralizado, ubicado sobre el Puente de San Juan, que cruza el Río Guadalquivir y une Sevilla con San Juan de Aznalfarache, había hecho 5 kilómetros en 25:07 minutos (y viendo, ya al final, mucha más gente por delante, hasta donde se perdía la vista, que por detrás).


En los primeros kilómetros fui a 5:01. Resultó que el ritmo neutralizado fue el más alto que llevé en toda la carrera...

En cualquier caso, la parte sevillana de la prueba me encantó, porque a 5:00 iba extremadamente cómodo, y circulamos por una zona de Sevilla que me resulta muy familiar (pasamos por la Plaza de Cuba y recorrimos la Avenida de la República Argentina entera, por ejemplo).

Durante toda la noche, por otro lado, había llovido bastante. De hecho, en un momento dado temí que fuéramos a tener una jornada infernal, pero, al final, disfrutamos del mejor clima posible, fresco de temperatura, y con sol y nubes en el cielo (la lluvia no es deseable en una competición así, pero un día demasiado soleado puede acabar siendo, también, mortal).

San Juan de Aznalfarache fue el primer pueblo que atravesamos (en este caso, su Barrio Bajo). Era temprano (la carrera dio comienzo a las 8 de la mañana) y el ambiente estaba muy tranquilo aún.


Al poco de entrar en la localidad, empezaron los kilómetros con más cuestas de toda la carrera. Ese tramo, que atraviesa San Juan y va hasta Tomares, aún transcurre por asfalto, y es el menos bonito del recorrido: San Juan de Aznalfarache es un pueblo sin apenas atractivo, y la parte por la que circulamos ni siquiera destaca dentro de él. Luego, tras pasar por encima de la A-8058, cruzamos los aparcamientos del Carrefour y fuimos ascendiendo en dirección a Tomares.


Realmente, de Tomares lo único que llegamos a ver fue el extremo de una de sus partes residenciales. A pesar de ello, todo ese tramo me pareció tan entrañable como el sevillano, porque soy tomareño de crianza, y el entorno del pueblo me resulta muy cercano desde niño (la de veces que habré ido yo al Carrefour sanjuanero...). Para mí, atravesar esa zona le sumó alicientes a la prueba, más que quitárselos.

En todo caso, sabía que, en ese intervalo, había que tener cuidado, porque hay buenas cuestas. En consecuencia, me lo tomé con mucha calma, lo que no fue fácil psicológicamente, porque llegó un momento en el que me dio la impresión de que me había adelantado ya hasta el del carrito de los helados...

Unos 300 metros antes del kilómetro 10, nos encontramos con el primer puesto de avituallamiento. Poco después, abandonamos por fin el asfalto y pasamos a pisar tierra. Yo llevaba ahí 57:28, e iba bastante a gusto, dado que había hecho la subida trotando a un ritmo muy suave. Al adentrarnos en el Camino de Villamanrique, el sol estaba saliendo y comenzaba a iluminarlo todo, no había nubes, el ambiente era de frescor, por la lluvia caída durante la noche, y el entorno empezó a ser campestre. La posibilidad de disfrutar, en ruta, de sitios así, es lo que hace que estas pruebas tengan tanto éxito.


El Doñana Trail Marathon, quitando esa subida inicial a la meseta del Aljarafe, como he dicho apenas tiene cuestas duras, por lo que es una carrera muy llevadera para los runners urbanitas como yo. A partir del kilómetro 10, el recorrido discurre, casi en su totalidad, por caminos, que hasta Aznalcázar bordean olivares y otros campos de cultivo. La lluvia caída en los días anteriores había sido copiosa, pero el terreno había logrado empapar bien la mayor parte del agua y se había quedado bastante compacto. Estaba perfecto para correr.



Durante este primer tercio de la carrera, me gustó atravesar el Arroyo Riopudio por un pequeño puentecito, ya que, por el camino que bordea ese afluente del Río Guadalquivir, he corrido bastantes veces (esa senda va de Salteras a Coria del Río, pegada al arroyo. Yo nunca la he hecho entera, pero me encanta comprobar que todo el territorio está unido por una red de pistas alternativas a las habituales).


A lo largo de todo ese rato, yo seguí avanzando a lo mío, intentando no apretar el ritmo más de la cuenta. Poco a poco, se estabilizó la cosa, y hacia la segunda hora de carrera ya fui consciente de ir adelantado a gente que me había pasado a mí al principio. La prueba se fue abriendo progresivamente, de manera que la fila de corredores se fue haciendo fina y discontinua. Al llegar al kilómetro 20, llevaba 2h07 de competición.


Acercándonos a Aznalcázar ya comencé a ver pinos, y el paisaje empezó a cambiar, aunque el piso seguía estando apelmazado y era muy corrible.


En el kilómetro 35 cruzamos el célebre Vado del Quema. Ahí quería llegar yo. Era el primer enclave del que había oído hablar mil veces, y me hizo ilusión aproximarme a él y atravesar el Río Guadiamar, siguiendo el camino de El Rocío. En ese punto llevaba 3h11 minutos, y me encontraba muy bien.


Desde el Vado del Quema hasta Villamanrique recorrí el único tramo de la carrera que conocía de antes (en julio de 2016 estuve entrenando por él una tarde, como ya conté en este blog, en el post dedicado a Villamanrique de la Condesa). Ese trozo fue, quizás, el primero que se me hizo largo, precisamente porque lo conocía, lo que provocó que estuviera pensando en llegar a Villamanrique desde el momento en el que pasé el Vado. En el centro de esa localidad estaba el avituallamiento más grande de la jornada, lo que lo convertía en una especie de punto de inflexión. Desde que atravesé el Río Guadiamar, quise verme allí, y los kilómetros no se hacen solos. Había que correrlos, y esos 4 se me hicieron larguillos. Por suerte, al final, la torre de la Iglesia de Santa María Magdalena apareció sobre los árboles, marcando el lugar exacto donde se hallaba el tenderete de abastecimiento, lo cual supuso un revulsivo enorme.


Villamanrique de la Condesa, tras San Juan de Aznalfarache, fue el segundo pueblo cuyo casco urbano cruzamos en carrera, pero, en este caso, ya era mediodía y había más gente animando, por lo que atravesar sus calles me pareció muy emocionante.


En la Plaza de España de Villamanrique se encontraba el comentado avituallamiento del kilómetro 39. Allí, había frutos secos, gominolas, sándwiches, dulces y fruta en abundancia. Yo, en los tres anteriores puestos de aprovisionamiento ya había comido plátano, y aquí hice lo mismo. No obstante, en estas circunstancias se me cierra el estómago, y a duras penas soy capaz de comer nada más. Pese a esto, me obligué a tragar, también, medio sándwich de jamón y queso, para que esponjara un poco todo el líquido que estaba bebiendo.

En este tipo de carreras tan largas, atravesar los pueblos me encanta. En esta, ir de lado a lado de Villamanrique no fue una excepción.


Una vez abandonado el pueblo, llegué rápido al kilómetro 40. Ya casi había completado un maratón, y mi crono marcaba justo 4h30, con las paraditas en los avituallamientos incluidas.


Ver el cartel del kilómetro 40 fue un acicate, pero después llegó el momento más cansino de la competición. Los 7.000 metros entre Villamanrique e Hinojos picaban arriba, casi todos, y, en concreto, recorrimos un tramo de unos 3 kilómetros, que no tuvo ni un descansillo (se va en paralelo a la carretera, entre los dos pueblos, pero, en vez de ir por asfalto, se va por un camino ubicado a su izquierda). La cuesta es muy tendida y corrible, pero es eterna. Al final, fueron casi 20 minutos ascendiendo, que me desgastaron un poco, y a los que tuve que echarles mucha paciencia.


En Hinojos, sin embargo, me esperaba mi momento familiar, y eso me hizo progresar con más ganas, una vez que hubo acabado el tramo de pendiente. Tras entrar en la provincia de Huelva, el terreno se suavizó, y pude avanzar firme durante un par de kilómetros, hasta el siguiente avituallamiento. La muchedumbre que llevaba delante y detrás, al principio, se había dispersado totalmente, había adelantado a mucha gente, y ya era consciente de que era improbable que surgieran problemas. El día había salido magnífico, y el sol se alternó con las nubes, lo que hizo que no tuviera que preocuparme del calor, ni del frío, ni de la lluvia.


Al llegar al avituallamiento de Hinojos (kilómetro 48), que está a las afueras del pueblo, entre pinos, fue cuando vi a María, a Ana y a Julia. Ellas, a media mañana se habían movilizado y se habían dirigido directamente hasta allí, para verme antes de comer y poder ir luego a la meta. Ni que decir tiene que verlas me produjo una alegría enorme.



En ese quinto avituallamiento me entretuve más que en los otros, pero, tras un ratito, nos despedimos: me quedaban 23 kilómetros, y en tres horas nos íbamos a ver en El Rocío. Al poco de dejar atrás el punto de abastecimiento, me interné en la parte más bella del trazado, que es la que recorre el Parque Natural de Doñana.


Ese tramo, a causa de la arena, estaba llamado a ser el de mayor dureza, pero el agua caída había apelmazado el suelo y no resultaba incómodo progresar. A pesar de esto, a estas alturas mi ritmo había decrecido al máximo. Efectivamente, ya no era capaz de ir corriendo todo el rato, y cada 300 metros me veía obligado a andar unos 50. Avanzaba más despacio, y, por ello, tuve que empezar a tirar de coco de verdad.

En el kilómetro 60'7 me detuve en el último avituallamiento, y, a partir de ahí, comencé a correr por entre los pinos, más solo que la una (la compañía se fue reduciendo de forma paulatina, hasta casi desaparecer del todo). Fueron kilómetros bonitos, en los que tuve que ir esquivando charcos continuamente. En apariencia, la lluvia había sido muy abundante en esa zona, y había muchos trozos en los que había que dejar el camino, para sortear las acumulaciones de agua por detrás de la primera línea de arbustos y matorrales (otras veces, se podían evitar pasando por el filo).



Esa es la parte que, en otras circunstancias, hubiera sido un calvario por la arena, pero el piso estaba bastante firme, y, como no se había formado un exceso de barro, los últimos kilómetros no resultaron incómodos. Aun así, se me hicieron muy largos, pero, en cualquier caso, fue emocionante el momento de llegar al célebre Puente del Ajolí, que me indicó que a aquello no le quedaba mucho. En él, empieza el término municipal de Almonte.


Faltaban aún, sin embargo, tres tramos muy fáciles de recordar: el primero fue la recta que une el Puente del Ajolí, con el pequeño puentecito que atraviesa el Arroyo de la Cañada Martín, y que ya da acceso al poblado de El Rocío. La misma tendrá unos 300 o 400 metros, y correr por allí, en circunstancias normales, tiene que ser como hacerlo por una duna, porque, incluso con el agua caída, la arena estaba suelta.


Pese a esto, no me resultó duro recorrer esa recta, porque, en un momento determinado, como si fuera la Tierra Prometida, vislumbré, en la lejanía, las casas de El Rocío. El subidón fue tremendo.


Por desgracia, aún me quedaba el segundo de los tres tramos a los que he hecho mención, que fue como un jarro de agua fría: al atravesar el Arroyo de la Cañada Martín, en vez de internarnos directamente en El Rocío, tuvimos que coger una especie de camino de circunvalación que tiene la aldea, por su parte este, que nos hizo alejarnos, de nuevo, de las casas, cuando ya casi las habíamos tocado.


Con 70 kilómetros en las piernas, esos 500 metros los hice como si llevara calcetines de plomo, maldiciendo al diseñador del recorrido. Por fortuna, una vez que, ya sí, por fin, nos adentramos en El Rocío por la Calle Sanlúcar, gocé de la sensación de haber superado el reto, mientras corría por el último tramo. La calle se encontraba repleta de peña. A El Rocío, en los fines de semana de esta época del año (y de todas la épocas, yo creo), el personal va de fiesta (rociera, sí, pero fiesta), y, a media tarde del sábado, lo que había era multitud de casas con gente achispada en las puertas (por decirlo finamente). Esas personas, en principio, estaban a lo suyo, pero fueron muy agradecidas, porque animaron con efusividad...

En el Maratón de Berlín no pude disfrutar demasiado de la recta final, pero aquí sí lo hice, y mucho: tras atravesar la Plaza Acebuchal, ya vi a lo lejos el arco de meta, colocado delante del Santuario de Nuestra Señora del Rocio, junto al cual estaban alineadas unas vallas, para que se formara un pasillito. En él, vi a María y a las niñas, animándome de nuevo a tope. La sensación fue indescriptible, y su recuerdo perdurará imborrable en mi memoria. Nada más que por experimentarla, merece la pena el esfuerzo. Acabé en 8h36:53, en el puesto 202 de 430 participantes. Ni en el mejor de mis sueños hubiera aspirado a tanto.



Tras la carrera, la recuperación fue de las rápidas. Estaba fundido, y tardé bastante rato en ser capaz de ingerir algo que no fuera agua, pero no tuve problema alguno en saludar afectuosamente a las niñas y a María, en charlar un rato con un conocido de Villanueva, que también había corrido, en pegarme un placentero masaje de piernas, y en darme un buen paseo por El Rocío, aunque esto último ya corresponde a otro post...


Reto Atlético 1.002 CARRERAS
Carreras completadas: 206.
% del Total de Carreras a completar: 20'5%.

Reto Atlético 21 ULTRAS
Ultras completadas: 7.
% del Total de Ultras a completar: 33'3%.


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