11 de agosto de 2022

FRANCIA 2022

La segunda parte de las vacaciones veraniegas de este año nos llevó a Bretaña. Fuimos en coche, por lo que atravesamos también otras dos regiones de Francia, llamadas Nueva Aquitania y Pays de la Loire (de esta segunda no traduzco el nombre, porque en español queda un poco raro). Cruzamos la frontera el 28 de julio y regresamos a España el 8 de agosto. Eso significa que pasamos once días en el país galo. Nuestro viaje fue una especie de road trip, en el que no paramos de ver cosas. Pernoctamos en diez hoteles distintos, almorzamos y cenamos en una veintena de lugares diferentes, vimos enclaves naturales, contemplamos monumentos de épocas diversas y paseamos por poblaciones de toda clase. De ello voy a hablar en este post, de una manera bastante condensada. Otras veces me detengo en los detalles en mayor medida, pero esta vez solo podré reflejar lo destacado. Si no, me extendería mucho más de lo tolerable.

Para organizar la narración, voy a estructurar el artículo en varios bloques. Primero me referiré, en general, a las poblaciones que vimos. Luego me detendré un poco más en los principales hitos que visitamos, tanto si son urbanos como si no. En tercer lugar, hablaré de los hoteles en los que nos alojamos, y, por último, haré mención a las mejores experiencias culinarias que disfrutamos.

En total, en nuestro viaje estuvimos en 17 pueblos o ciudades. 11 de ellos pertenecen a Bretaña, que era el destino fijado y es la región en la que más nos detuvimos. Allí, además de francés se habla bretón, por lo que todos los carteles están en los dos idiomas. En bretón, Bretaña se escribe Breizh.


Aparte de las poblaciones de Bretaña en las que nos detuvimos, también estuvimos en dos en Normandía, en una en Pays de la Loire y en tres en Nueva Aquitania. En diez de ellas pernoctamos y, de estas, en nueve dividí la visita en dos: por un lado, realicé una primera etapa de la exploración con mi familia, y, por otro, dado que ellos apuraban hasta las 8'30 para levantarse, me tomé la libertad de madrugar un poco para correr un rato y dar un paseo matutino, previo al desayuno. Gracias a eso, me he llevado una visión diferente y algo más profunda de todos los núcleos urbanos visitados.

Voy a empezar por hablar de las tres localidades de Nueva Aquitania, que fueron BiarritzLa Rochelle y Libourne. En esta región abrimos y cerramos el viaje. Empezar el road trip durmiendo en Biarritz fue muy simbólico, porque en agosto de 2020, cuando estuve en Francia por última vez, salimos del país vecino tras haber parado a tomar café en esa ciudad. Por aquel entonces estábamos aún en la segunda ola de la COVID-19, y me chocó mucho ver el caos y la relajación que reinaba en Biarritz. Yo no soy de los que han pasado miedo durante la pandemia, no me considero una persona hipocondriaca, ni asustadiza ante los temas de salud, pero me gusta cumplir las normas y, además, estaba muy sensible por lo que estábamos viviendo. Por eso, me fui con muy mal sabor de boca. Dos años después he vuelto. No me han quedado secuelas psicológicas por culpa del virus, y Biarritz no me evocaba ningún tipo de mal trago, pero, aun así, sentía cierto pesar por el hecho de que mi fugaz estancia allí hubiera tenido un punto amargo. En esta ocasión, el recorrido de la tournée por Francia lo diseñó por completo mi hermana, yo no tuve nada que ver, pero, por ese recuerdo agridulce que tenía de Biarritz, cuando me enteré de que nuestra primera parada iba a tener lugar allí me alegré, porque era como cerrar un círculo. Gracias a esta nueva visita he podido ver la población mucho mejor, y, sobre todo, lo he hecho con otros ojos. Al igual que en 2020, he visto que es un pueblo despreocupado, lleno de bon vivants que pasean arriba y abajo, así como de tiendas y de bellos sitios, muy cuidados, que ofrecen bonitas panorámicas de unas preciosas playas. Las mismas bordean un mar tan azul como el del cielo.



Biarritz es una ciudad elegante, que se convirtió en destino vacacional de la nobleza en el siglo XIX, y que conserva, por ello, un cierto toque señorial. Hoy día, se juntan en sus calles los surfistas y los turistas de desahogada situación económica, que hacen girar su actividad en torno a los balnearios, las playas, el ocio marítimo, el cuidado personal y la moda. Se trata de un núcleo volcado al lado más amable del mar, por el que se pueden dar buenas caminatas sin abandonar la costa.


Hablando de mis paseos matutinos, Biarritz fue una de las ciudades donde más contraste aprecié entre el bullicioso estado de las calles al caer la tarde y la calma profunda en la que se encontraban estas a primera hora de la mañana.



Como he dicho, la primera parada de nuestro viaje tuvo lugar en Biarritz. En Libourne realizamos la última. Las dos poblaciones distan 230 kilómetros, por lo que es normal que no tengan nada que ver. De hecho, Libourne se encuentra separada del mar y, en cambio, está ligada a Burdeos. Esta relación con uno de los principales focos vinícolas del mundo hacía prever que sus calles iban a ser reflejo de la boyante situación económica del entorno, pero al llegar allí nos encontramos con un pueblo que está muy dejado. En Francia, como en España, también hay ciudades decadentes, sucias y desconchadas. Libourne, que tiene casi 25.000 habitantes, parece ser una de ellas.




Nosotros acabamos en Libourne porque nos pillaba de paso, y porque, sorprendentemente, tiene un buen hotel en su casco histórico, pero ya al hacer el check-in en él, la chica de la recepción nos invitó a visitar Saint-Émilion, la localidad vecina, que parecía tener mayores atractivos. Yo llegué harto de coche y no tenía intención de cogerlo de nuevo, pero al salir a pasear por Libourne entendí por qué la recepcionista nos aconsejó, sutilmente, ir al pueblo de al lado. No obstante, con un poco de buena voluntad fui capaz de sacar algunas panorámicas que muestran rincones que cuentan con un mínimo de atractivo.




Además, hay que decir que Libourne está en el lugar donde el Río Dordoña recibe las aguas de uno de sus afluentes, el Isle, pocos kilómetros antes de desembocar en el Atlántico. En ese punto, su cauce lleva mucha agua y es bonito. Por fortuna, pese a la dejadez que predomina en el centro de la localidad, lo que es el borde del río sí está arreglado y reformado. Allí han construido un bonito paseo, denominado Esplanade de la Repúblique, por el que se puede caminar a gusto, y que depara bonitas vistas. Al final está Le Bistrot Maritime, el restaurante donde cenamos.



Un poco más allá del restaurante estaba el lugar pintoresco del pueblo, en el que está bien conservado un trozo de la muralla que rodeaba Libourne en la Edad Media.


En concreto, lo que se conserva es la Porte du Grand Port, que daba al puerto principal de la ciudad y que es la única de las siete puertas del núcleo fortificado de Libourne que queda en pie. Se encuentra flanqueada por la Tour Richard y la Tour Barrée. Me gustó el conjunto.


La tercera población de Nueva Aquitania que visitamos fue La Rochelle, que se puede decir que está a medio camino entre las otras dos, ya que está ligada al turismo, como Biarritz, y además está un tanto gastada, circunstancia que la acerca a Libourne. No obstante, no se puede comparar el estado de La Rochelle y el de Libourne. La segunda, más que gastada, está cascada. En cambio, el casco histórico de La Rochelle tiene ese encanto decadente del que hacen gala las calles de todas las ciudades portuarias que tienen una dilatada historia. En La Rochelle, cuyo puerto jugó un papel destacado en la Edad Media, las vías porticadas y las edificios blancos con entramados de madera, protegidos de la sal marina mediante tejados de pizarra, se ve que han sufrido el azote del aire marino, y han sido testigos de una intensa actividad humana, ligada a la vida marinera y comercial.


Por tanto, al hablar de ciudades desgastadas, ni que decir tiene que el aire desconchado de Libourne poco tiene que ver con el veterano encanto de La Rochelle.


Por la abundancia de casas que están construidas con piedra caliza pálida en su casco histórico, La Rochelle es conocida como La Ciudad Blanca.


Con respecto a Pays de la Loire, allí visitamos Nantes, la ciudad más grande que hemos conocido en este viaje (tiene 318.000 habitantes y es la sexta urbe de Francia) y la única en la que dormimos dos noches. Nantes pertenece, histórica y culturalmente, a Bretaña, por lo que su omisión de la moderna región administrativa homónima, acaecida en 1956, aún es motivo de controversia. A nivel urbano, todas las localidades francesas parecen estar eclipsadas por París, por lo cual, hasta ahora, no era yo muy consciente de como es Nantes, pero lo cierto es que me ha gustado. La población está íntimamente ligada al Río Loira.


El Río Loira mide 1.006 kilómetros y es el curso de agua más largo que no sale de Francia. Cuando pasa por Nantes, al río apenas si le quedan 50 kilómetros para llegar a su desembocadura, por lo que su anchura se acerca a los mil metros.


A diferencia de otras metrópolis ligadas a grandes ríos, en el caso de Nantes el Loira no ejerce de columna vertebral, sino de frontera. En efecto, la ciudad de Nantes, propiamente dicha, se extiende al norte del curso de agua. En mitad del Loira hay una gran isla, y al sur hay un barrio de 10.000 habitantes, que están ambos incluidos en el municipio. Sin embargo, el resto del territorio al sur del Río Loira ya pertenece a localidades distintas, si bien no hay solución de continuidad con Nantes, por lo que todo forma parte de una misma área metropolitana, en la que viven más de 650.000 personas. Partiendo de esa base, se puede decir que el meollo de Nantes lo conforman la Île de Nantes y la franja norte del río que está pegada a él.

Casi todas las demás localidades que vimos sí están incluidas de pleno derecho en Bretaña. Le Mont Saint-Michel y La Caserne son la excepción. Ambas poblaciones están ya en Normandía y son muy particulares. La primera está habitada por 29 personas, pero ello no impide que su Abadía sea el monumento más visitado de Francia que no está en el entorno de París (en lo que al número de visitantes se refiere, solo le superan los cinco principales highlights de la capital francesa). De Mont Saint-Michel hablaré en un post aparte. Por lo que respecta a La Caserne, este asentamiento, perteneciente al municipio de Beauvoir, es el núcleo en el que se concentran la mayoría de los hoteles, restaurantes y servicios turísticos asociados a Mont Saint-Michel. Se asemeja algo a la zona que da servicio a Disneyland Paris y está un poco apartado del monte, por lo que no invade sus estética.

Las otras once poblaciones que visitamos sí se encuentran en Bretaña. Nuestro recorrido en esta región siguió el sentido de las agujas del reloj y nos llevó a ver gran parte de las localidades bretonas más interesantes. Así pues, tras haber dormido en La Rochelle, empezamos parando a comer en Vannes. Ambas poblaciones se parecen un poco, puesto que tienen un casco histórico que actualmente da a un puerto deportivo, a través de una monumental puerta. No obstante, intramuros sus aspectos son diferentes, ya que en Vannes, las murallas esconden callejones serpenteantes y animadas plazas, que conservan su aspecto medieval.



Nuestro siguiente destino fue Carnac, donde vivimos un desagradable incidente en un restaurante, del que hablaré después. Pese a esto, el pueblo es uno de los que mejor se han quedado grabados en mi memoria, por el contraste que vi entre la bulliciosa zona que linda con el mar, donde el ambiente playero predominaba, y el apacible centro urbano.



En el centro de Carnac, que cuenta con unos 4.200 habitantes, el contraste entre lo que vi a primera hora y lo que me encontré por la tarde no difirió tanto como en otros lugares. Al atardecer todo era calma y por la mañana también.



Por lo demás, en Carnac echamos la mañana visitando parte de los Alineamientos de Carnac. Ese montón de menhires, alineados desde el Neolítico, ha sido una de las cosas que más me han gustado del viaje.


Continuando hacia el este, sin alejarnos demasiado de la costa, tras abandonar Carnac fuimos a Pont-Aven, donde vimos el único museo propiamente dicho en el que hemos estado estas vacaciones. Se trata del Musée de Pont-Aven.


Leí que Pont-Aven fue un punto de confluencia de los pintores impresionistas del siglo XIX, paralelo a otros que hubo en Francia. Es por ello que es conocido como El Pueblo de los Pintores. En la actualidad, en sus calles se ven un montón de galerías de arte. Por lo visto, hay más de 60, en una localidad que no supera los 2.900 habitantes. Dado que es considerado como un foco de pintura impresionista, yo esperaba bastante del Museo de Pont-Aven, pero luego resultó que solamente conocía a un artista de los que exponían. Eso sí, era Paul Gauguin, nada menos. Lo que pasa es que apenas si tenía un único cuadro expuesto. Se titulaba Las Lavanderas de Pont-Aven.


Observé que Las Lavanderas de Pont-Aven no tenía cartelito, y es porque, en realidad, no es un cuadro de la colección del Museo de Pont-Aven, sino que estaba prestado por el Musée D'Orsay. Tuvimos suerte, porque solo estará en Pont-Aven de junio a diciembre de 2022. Me temo que, en otro momento, no hubiera conocido por el nombre a ninguno de los artistas con pinturas expuestas. Tras la visita, al menos ya no olvidaré a Paul Sérusier, autor de la obra que más me llamó la atención, titulada Intérieur a Pont-Aven (1888), así como de Portrait de Marie Lagadu (1889). La primera es la que aparece de frente en la siguiente foto, mientras que la segunda está en la pared de la derecha, pegada a la esquina.


Más allá de la pinacoteca, Pont-Aven, me gustó. Realmente, se encuentra a dos pasos del mar, pero más parece una pequeña población entre montañas, atravesada por un bonito río.


Por otro lado, teniendo en cuenta que en nuestra familia hay una Julia, nos llamó la atención que la principal plaza de Pont-Aven se llame Place Julia. De ella sale la Rue du Général De Gaulle, que es verdad que está llena de galerías de arte.



Con respecto a lo de la denominación de Place Julia, parece ser que el nombre se puso en memoria de Julia Guillou, una mujer que entró a trabajar, siendo muy joven, en un hotel que había en la plaza que ahora lleva su nombre. La chica era bastante espabilada, como lo demuestra el hecho de que, con 22 años, tras la muerte de la propietaria del establecimiento, pidió un préstamo y se hizo cargo de él, dado que ya lo regentaba de facto desde hacía tiempo. Tras convertirse en la dueña, Julia Guillou lo renombró como Hotel Julia, y a partir de ahí este se convirtió en el lugar de refugio de los múltiples artistas y pintores que visitaron Pont-Aven en las últimas décadas del siglo XIX. A la empresaria le fue muy bien, hasta el punto de que, en 1881, compró otro inmueble de la plaza, y en él construyó un anexo de su hotel. Julia Guillou murió en 1927 y el alojamiento cerró definitivamente en 1938. No obstante, en 1946 el edificio anexo pasó a ser de propiedad municipal y se instaló allí el Ayuntamiento. Desde 1985, es sede del Museo de Pont-Aven, que se creó ese año. En la actualidad, no queda ni rastro del Hotel Julia, pero, para que perviva la memoria de esa extraordinaria mujer, adelantada a su tiempo, la plaza donde estaba su negocio, y adonde hoy se asoma el museo, se denomina Place Julia.

La noche que visitamos Pont-Aven dormimos en Quimper, que es probablemente la población que he visto de manera más parcial, de todas en las que hemos estado. Viven en ella unas 63.000 personas y está aún en la parte sur de Bretaña. Al llegar allí todavía no habíamos alcanzado el extremo de la península bretona. Quimper, al igual que Pont-Aven, aunque vuelve a estar a pocos kilómetros del mar, tampoco tiene ambiente marinero. Llegamos a la localidad al final de la tarde y, si bien salimos a cenar y nos dimos un paseo, lo cierto es que el mismo no fue demasiado largo. Gracias a que nos alojamos fuera de las murallas que encierran el casco histórico de Quimper, dicho paseo nos permitió acceder al centro por el este, recorrer la Rue du Frout y andar hasta la Catedral de Saint-Corentin.


Después, buscamos un buen sitio para cenar, lo que nos hizo atravesar varias plazas animadas. Acabamos en una de ellas, denominada Place au Beurre. A la vuelta, no desandamos el camino, sino que avanzamos en dirección sur por la Rue du Roi Grandlon y salimos al Boulevard Amiral de Kerguélen, que discurre entre el Río Odet y un trozo de las murallas que rodea el centro.


Durante un rato fuimos bordeando la Muralla y terminamos junto a la entrada por la que la habíamos atravesado a la ida. En líneas generales, vi un casco antiguo bonito, que conserva la esencia medieval de Bretaña, gracias a sus casas con entramado de madera, pero no tuve tiempo de curiosear. El centro estaba vacío, salvo las dos plazas en las que se concentraba más gente. A la postre, Quimper fue la única ciudad, de todas en las que dormimos, en la que no madrugué para recorrer sus calles por la mañana. Aun así, conservo fresco en la memoria el recuerdo de lo que vi por la tarde-noche.


Tras abandonar Quimper nos dirigimos a Roscoff, que ya se encuentra en la costa norte de la península bretona. Antes, nos detuvimos a comer en Locronan, un pueblo de menos de 800 habitantes, que parece sacado de un cuento, y que es peatonal en su mayor parte.


Locronan vuelve a ser otro ejemplo de localidad que, pese a que solo está a 5 kilómetros del mar, se encuentra inserta en la naturaleza boscosa. No tiene grandes monumentos que visitar, pero es el típico pueblo encantador, muy bien conservado, decorado a la antigua usanza, y lleno de rincones pintorescos.



Además, Locronan tuvo de bueno que no estaba demasiado lleno. Me recordó a Santillana del Mar, pero con mucha menos gente.

Con respecto a Roscoff, este pueblo de 3.200 habitantes no es de los lugares más pintorescos que vimos en el viaje, pero fue uno de mis preferidos. Está junto al mar, en la costa norte de Bretaña, y fue la primera de las cinco poblaciones marítimas que vimos consecutivamente, antes de separarnos definitivamente del océano y empezar a descender de nuevo hacia el sur. Dos de esas cinco localidades fueron La Caserne y Le Mont Saint-Michel, que tienen un carácter totalmente distinto, pero las otras tres están fuertemente influidas por su posición costera. Son la ya mencionada Roscoff, Saint-Malo y Cancale

En BretañaRoscoff es un lugar algo distinto, pero esa diferencia es la que potencia su encanto, a mi modo de ver. Efectivamente, en sus calles destacan las casas de granito, que le dan al pueblo un aspecto gris y sobrio. Sin embargo, la población ha conservado, en gran parte, la arquitectura del siglo XVI, por lo que la armónica austeridad de las construcciones acaba siendo un punto a favor.


Aparte, la principal virtud de Roscoff es que se abre por completo a una bahía que tiene delante. Todo su frente da a ese reducido entrante del mar, lo que hace que se puedan ver panorámicas preciosas del pueblo.


En esa pequeña bahía a la que se asoma Roscoff hay decenas de barquitos fondeados, pero el verdadero puerto está pegado a su centro histórico. Más escondido está el puerto deportivo y el lugar adonde llegan los transbordadores procedentes de Reino Unido e Irlanda. Esa tradicional conexión con las islas británicas parece que es lo que le dio a la localidad un cierto aire anglosajón.

No muy lejos del mar, en la Rue Gambetta, hay una casa que me llamó mucho la atención. En ella pasó el verano de 1869 el gran Alexandre Dumas. El célebre escritor había escrito Los Tres Mosqueteros, una de mis novelas favoritas, en 1844. En 1869 ya tenía 67 años y pasó los meses estivales en Roscoff, en la casa que se ve en la foto inferior. Murió en diciembre de 1870.


Como he dicho, el ambiente de Roscoff me encantó. En cambio, Saint-Malo me decepcionó un poco, aunque la culpa seguramente la tuvieron las expectativas.

Saint-Malo es otra ciudad portuaria de Bretaña, pero es mucho más grande que Roscoff (cuenta con unos 46.000 habitantes). También lo es su puerto. En nuestro caso, no alojamos fuera del centro, por lo que pude ver que su zona residencial tiene un cierto atractivo. En lugares como La Rochelle, por ejemplo, las partes anexas al casco histórico eran mucho menos vistosas. Además, Saint-Malo cuenta con una impresionante Muralla, impecablemente conservada, que rodea todo el meollo de la población desde el siglo XIII. En realidad, aunque solo fuera por ella, Saint-Malo se merece una visita. La misma se puede recorrer entera por encima, lo cual es espectacular. Nosotros, tras atravesarla por la Porte Saint-Vincent, subimos a su adarve por el lado que da al norte, y fuimos avanzando en el sentido opuesto al de las agujas del reloj. Las siguientes fotos están tomadas en el primer ensanchamiento que nos encontramos, llamado Fort de la Reine



Tras dejar atrás el Fort de la Reine anduvimos el siguiente lienzo de la Muralla, que da al norte y nos llevó hasta la Tour Bidouane.


En la siguiente foto, se ve el Fort de la Reine al fondo, y, a continuación, el lienzo de la Muralla que recorrimos hasta alcanzar la Tour Bidouane.


La Tour Bidouane se encuentra abierta, por lo que se puede subir a ella y acceder al interior. Está en la esquina noroeste de la Muralla.


Se podría decir que la Tour Bidouane es el punto más importante de la Muralla, ya que se adentra en el mar, por lo que ejercía de primer bastión de defensa y, además, al sobresalir un poco en forma de pico, controlaba los lienzos que dan al norte y también los que dan al oeste. Protegía así toda la parte de Saint-Malo que mira al océano. En la primera foto que pongo abajo, se ve, desde la torre, el paño oeste de la Muralla. En la segunda, se ve la Tour Bidouane desde ese lienzo que se asoma a poniente.



El paño oeste también incluye varios puntos de interés. Nosotros nos lo pateamos entero, y lo primero que vimos fue una pasarela de madera, que une el adarve de la Muralla con la Place du Cavalier des Champs-Vauvert.


El Cavalier des Champs-Vauvert en cuestión fue Robert Surcouf, un corsario, natural de Saint-Malo, que estuvo al servicio de Napoleón. En la plaza bautizada con su apelativo, que realmente ejercía en su día de plaza de armas, tiene una Estatua. Siguiendo por la Muralla, más allá vimos una zona en la que se ha habilitado un chiringuito, y luego llegamos, sucesivamente, al Bastion de la Hollande y al Bastion Saint-Philippe. Este último está junto a un espigón, en el punto donde el muro defensivo vira.



El lado sur de la Muralla ya mira a la zona portuaria de Saint-Malo. En ese tramo, los pisos que están dentro del recinto fortificado no quedan muy lejos del adarve, lo que permite ver, casi sin querer, a las personas que están en sus casas, cerca de las ventanas. Yo vi a unas señoras jugando al parchís, por ejemplo.


Nuestro camino por la Muralla acabó justo en el extremo este de su lado sur. Allí se encuentra el Bastion Saint-Louis, por cuyas escaleras descendimos a la Rue de Chartes, que bordea el muro este por dentro. Caminando por esa calle llegamos enseguida a la Porte Saint-Louis, por la que salimos de la zona amurallada. En consecuencia, se puede decir que, de la Muralla, nos faltó por recorrer solo la mayoría de su lado este y un poquito del norte. El resto del perímetro lo caminamos entero.

El casco histórico de Saint-Malo se encuentra aislado, rodeado de agua casi por completo, por lo que su situación es tremendamente pintoresca. La Muralla es espectacular de por sí, pero las vistas en todas las direcciones también dejan con la boca abierta. 


Sin duda, todo lo relacionado con la Muralla de Saint-Malo me gustó. Sin embargo, lo que me decepcionó es lo que hay dentro del recinto fortificado. En efecto, en el casco histórico muchas calles están llenas de zapaterías, joyerías, tiendas de ropa, de móviles, de libros o de cosas similares. Estaba todo atestado de gente. En general, esa zona carece de personalidad alguna.


Luego, cuando nos alejamos un poco del epicentro comercial, lo que vi fue un entramado de calles, no demasiado cuidado, en el que tampoco se ha potenciado el lado pintoresco de los edificios. Hay rincones atractivos y las estrechas callejuelas cuadriculadas son curiosas, pero no me pareció que se hubiera conservado el aire portuario desgastado del que he hablado en La Rochelle, por ejemplo. Sin embargo, también hay que decir que la parte histórica de Saint-Malo fue devastada al final de la II Guerra Mundial. Por desgracia, tras el Desembarco de Normandía y el posterior avance de las tropas aliadas hacia Bretaña, los nazis se hicieron fuertes dentro de las murallas de Saint-Malo. A raíz de aquello, el ejército estadounidense bombardeó sin piedad la ciudad durante días, hasta que los alemanes se rindieron. Como consecuencia, la misma quedó destruida por completo. Al terminar la guerra, se inició la reconstrucción, que se hizo con cierto cuidado. No obstante, se nota que todo es moderno. Pese a esto, lo peor es que algunas construcciones destacadas, como la casa donde nació el escritor romántico, embajador y político François-René de Chateaubriand, están un tanto descuidadas.


Chateaubriand, que nació en Saint-Malo en 1768, está considerado como uno de los mejores literatos franceses de todos los tiempos, pero además tuvo un papel bastante relevante en los años de la Revolución Francesa y en los de la hegemonía de Napoleón Bonaparte. Tras la caída de este, mantuvo una intensa actividad política, como ministro y como embajador. La calle en la que está su casa natal se llama Rue Chateaubriand, como no, y es muy definitoria de lo que es Saint-Malo


Por otro lado, junto al centro, pero ya extramuros, está la zona del gran puerto, que es heredero de la rica historia marítima de la ciudad, pero que es bastante caótico. Su aspecto actual tampoco ayuda a poner en contexto a Saint-Malo, que llegó incluso a ser una república independiente, y que cuenta con un notorio pasado corsario.

Con respecto a Cancale, la tercera población marítima del norte de la Península de Bretaña que he mencionado antes, fuimos allí para vivir una de las experiencias más curiosas de todo el viaje. El centro de este pueblo se encuentra en una elevación, desde donde se ve una bonita panorámica de la parte urbana que bordea la playa.


Desde esa elevación, se baja bruscamente hacía la zona playera, donde también hay un pequeño puerto pesquero y, sobre todo, un gran criadero de ostras.



Ese sector de la costa bretona era conocido desde la antigüedad por la abundancia de ostras planas salvajes, que siempre gozaron de gran fama en Francia. Debido a ese prestigio, desde hace años se cultivan ostras en Cancale. Ya no son salvajes, pero saben igual. Lo de que allí haya más de 7 kilómetros cuadrados de camas de ostras hace que se puedan consumir a discreción a bajo precio. Yo nunca había probado ese molusco. El hecho de saber que es un bicho que se come vivo me produce un asco tremendo, pero lo cierto es que en Cancale no desaproveché la oportunidad de eliminarlo para siempre de la lista de alimentos pendientes de degustar. Pude hacerlo, porque han montado, junto a la zona donde se cultivan, un mercado de ostras, llamado Marché aux Huitres, donde se pueden comprar por docenas sin dejarse un riñón.


Lo simpático es que han habilitado unas gradas junto al mercado, en las que se puede uno sentar a saborear las ostras sobre la marcha. Luego, las conchas se tiran a la playa, donde se acumulan miles de ellas.


En ese lugar, era tal la fiebre consumidora de ostras que nos encontramos, que no nos resultó difícil dejarnos llevar, perder los escrúpulos y comernos unas cuantas. Están deliciosas.


Aparte, para los que ni por esas quieren comer cosas crudas y vivas, o para los que, como yo, no se quitan el hambre con dos decenas de moluscos, han montado junto al mercado otro gran puesto de viandas, donde uno puede cambiar, en un instante, el refinamiento de las ostras, por la vulgaridad de la grasienta comida de tenderete de feria. Yo empecé por saborear las delicatessen con una copita de vino blanco, pero reconozco que acabé completando el almuerzo con un bocadillo por las buenas. Con independencia de todo, hay que decir que, a pesar de que aquello está montado como reclamo turístico y de que había bastante gente, no me encontré un lugar masificado. Fue muy cómodo, y eso hizo que la experiencia fuera redonda.

Tras comer en Cancale, llegó el momento de tirar para Mont Saint-Michel, y al día siguiente empezamos a bajar hacia el sur, alejándonos del mar y atravesando Bretaña por su extremo oriental. Cerramos así el círculo, ya que terminamos en Nantes, que está muy cerca de Vannes, nuestro punto de partida en Bretaña. Antes, nos detuvimos en Rochefort-en-Terre y en Ploërmel. También dormimos en Josselin.

Rochefort-en-Terre me recordó a Locronan. Se trata de otra población medieval bretona perfectamente conservada, donde las calles adoquinadas, flanqueadas por mansiones de granito y tejados de pizarra, son dignas de ver.



En este sitio, tras diez días de dar vueltas por Francia, por primera vez me vi rodeado de una nutrida presencia de turistas españoles. Pese a esto, la verdad es que Rochefort-en-Terre no estaba masificado en exceso. Por lo que respecta a Ploërmel, esta localidad de 9.700 habitantes no es demasiado pintoresca, pero en ella están ubicados dos lugares que son los que nosotros fuimos a ver, uno para deleite de mi padre, y otro de mi madre. Para mi padre, la sorpresa fue el maravilloso Reloj Astronómico construido por Gabriel Morin entre 1850 y 1855.


Gabriel Morin, además de ser cura era profesor de matemáticas y de astronomía, por lo que construyó su inmenso reloj con ayuda de sus alumnos. Se conserva dentro de una casetilla y la cantidad de información que ofrece es tremenda. Mi padre es físico y es muy aficionado a este tipo de cosas. La visita estaba programada pensando en él. Mi madre también estudió física y enseñó informática en la Universidad de Sevilla, pero para su disfrute lo que estaba programado era un paseo por el Circuit des Hortensias


A mi madre le encantan las hortensias y en Ploërmel, en la orilla del Lago Duc, en el año 2000 se creó un recorrido de 3 kilómetros, por el que se reparten 5.500 de estas flores. Las hay hasta de 550 variedades distintas.


Yo no sabía que había tantos tipos de hortensias. Nosotros no anduvimos los 3 kilómetros, pero sí nos dimos un buen paseo.

Para despedirnos de Bretaña, nuestra última noche la pasamos en Josselin, que cerró el hat trick de pueblos fotogénicos bretones que vimos.


Gracias a que pernoctamos allí, a diferencia de lo que me pasó en Rochefort-en-Terre y en Locronan, Josselin sí pude verlo por la mañana temprano, sin visitantes.



El centro neurálgico del Josselin es la Place de Notre Dame, que está bordeada por casas del siglo XVI con entramado de madera. Sin embargo, lo que más destaca en el pueblo es su imponente castillo.


En la actualidad, el Castillo de Josselin sigue estando habitado por su dueño, aunque se puede visitar en parte. Nosotros no tuvimos oportunidad de hacerlo, pero sí nos alojamos enfrente, al otro lado del Río Oust, en un hotel llamado, como no, Hôtel du Château.


Con todo lo comentado hasta ahora, acerca del recorrido que hemos hecho por Bretaña y alrededores, es evidente que hemos visto un montón de enclaves reseñables. De algunos ya he hablado. Del resto, en la categoría de iglesias y de catedrales, me llamó la atención la Église Notre-Dame de Croaz-Batz, en Roscoff, por su techo policromado con forma de barco invertido.


También me gustó especialmente la Chapelle Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle, en Locronan. Esta coqueta capilla me la encontré, fuera de la zona del pueblo más concurrida, tras recorrer una calle con una cuesta abajo muy pronunciada.


En efecto, al final de la Rue du Moal llegué a un calvario y a la pequeña iglesia. Junto a ella, hay una fuente, llamada Fontaine Saint-Eutrope, que también vi.



La capilla estaba abierta, por lo que pude entrar a echar un vistazo a su interior.


En Francia, me ha dado la sensación de que la mayoría de las iglesias tienen un horario de apertura bastante amplio. Eso explicaría que haya visto tantas. Sin ir más lejos, en Locronan también pude entrar a contemplar, con calma, la Église Saint-Ronan.

Además de las iglesias de Locronan, y de la de Roscoff, en la categoría de edificios religiosos destacaría, igualmente, la Cathédrale Saint-Vincent, en Saint-Malo, porque dentro está la tumba de Jacques Cartier.


Jacques Cartier fue un navegante y explorador que nació en Saint-Malo, y que también murió allí. Cartier fue el primer europeo en penetrar en el continente americano desde el norte. Él y sus hombres siguieron el curso del Río San Lorenzo, entre 1535 y 1536, en una expedición que fue considerada clave para las reclamaciones de Francia sobre un amplio territorio, que pronto pasó a llamarse Nueva Francia. Gracias a sus exploraciones, fue posible el establecimiento de colonias francesas en el noreste de Norteamérica, lo que acabó siendo fundamental en el hecho de que el este de la actual Canadá sea francófona.

Edificios religiosos también visitamos la Cathédrale Saint-Pierre, en Vannes, la Église Notre-Dame-de-la-Tronchaye, en Rochefort-en-Terre, así como la Église Saint-Armel, en Ploërmel.

Otros lugares urbanos reseñables que conocimos fueron dos estructuras similares que hay en Biarritz y en Roscoff. Se trata de sendas pasarelas, que se internan en el océano. Las dos son parecidas, pero no son iguales. La de Biarritz une el continente con la Rocher de la Vierge (al fondo, en la foto inferior, se intuye la roca, unida por una pasarela a la costa. Dicha pasarela está en la segunda fotografía, vista desde la propia roca).



Rocher de la Vierge significa roca de la virgen, por lo que es fácil deducir que en el islote que lleva ese nombre lo que hay es una Estatua de La Virgen. No es muy complicado subir hasta lo alto del montículo donde se encuentra la blanca imagen, para presenciar unas preciosas vistas de esa parte de la costa. 



En Roscoff, en cambio, la pasarela es, en teoría, el Embarcadero desde donde se coge el barco a la Isla de Batz.


Sin embargo, no entiendo por qué, en un lugar donde hay un puerto normal, en tierra firme, han construido esa estructura, que se adentra casi 600 metros en el mar y que se acaba hundiendo en el agua, sin más, solamente para coger un pequeño barco, que yo creo que podría atracar sin problema en cualquier sitio. 


Alguna explicación lógica habrá a la existencia de la pasarela. Sea como fuere, lo cierto es que me encantó recorrerla hasta el extremo y contemplar Roscoff desde ella.




En la categoría de elementos urbanos que me gustaron están, por supuesto, la puertas de los recintos amurallados de La Rochelle, Vannes y Saint-Malo. Con respecto a los accesos a Saint-Malo, ya he hablado de los dos que atravesamos. Por su parte, en Vannes, desde su alargado puerto deportivo, que es como un canal que se adentra en la tierra, accedimos al casco histórico por la Porte Saint-Vincent, que da al sur.


El casco histórico de Vannes está repleto de placitas, callejones y casas espectaculares. Tras un buen rato callejeando, salimos por la Porte Prison, que da al este. 




Desde la Porte Prison regresamos al punto de partida, rodeando el casco histórico por el exterior de las enormes murallas de la ciudad, a cuyos pies se ha habilitado una gran explanada con jardines.


En La Rochelle, las murallas no solo protegen a la ciudad, sino también a una parte de su puerto, denominada Vieux-Port. El principal lienzo de esa Muralla está muy bien conservado y tiene tres torres, que me quedé con las ganas de ver por dentro.



Detrás de las murallas, los barcos están protegidos de las inclemencias. Las panorámicas del Vieux-Port que se pueden ver son una maravilla.



Protegido por la Muralla no solo se encuentra una de las partes del puerto de La Rochelle, sino que también está un distrito llamado Vieille Ville, que a su vez se divide en varios barrios. Nuestro hotel estaba en el Quatier de La Chaine, dando directamente al Vieux-Port.



A las espaldas del puerto y de este barrio, el Quartier du Port, o Vieille Ville propiamente dicha, está protegido por una compacta hilera de casas y por una gran puerta, siguiendo una estructura muy similar a la de Vannes.




La parte moderna de La Rochelle se extiende alrededor de la Vieille Ville, pero está algo separada del casco histórico por zonas verdes y por la vía del tren. No obstante, dentro del círculo que forma el centro hay un par de pequeños barrios, claramente identificables, que mantienen una cierta independencia, debido a la presencia por medio de otro sector del puerto y de un canal que desemboca en él. Son Saint-Nicolas y Le Gabut. El primero no desentona con el resto del meollo de La Ciudad Blanca, y el segundo es un antiguo arrabal de pescadores que conserva las casas de madera.



Sobre el terreno, el elemento que separa el Vieux-Port y el casco histórico, propiamente dicho, es la Porte de la Grosse-Horloge.


He dejado para el final de la relación de los elementos urbanos concretos que vimos, los más significativos, que estuvieron en Carnac y, como no, en Nantes. Antes, sin embargo, quiero hacer mención al único punto de interés interurbano en el que estuvimos. La verdad es que en la planificación había más, pero la misma era muy densa y fue imposible de realizar al 100%, dadas nuestras circunstancias. Por ello, a lo largo de los días nos tuvimos que ir dejando visitas por el camino. Algunas fueron urbanas (por ejemplo, no pisamos Rennes, ni Dinan, como estaba previsto), pero en la mayoría de los casos fueron pintorescos lugares de la costa de Bretaña los que tuvimos que obviar, por falta de tiempo y de movilidad. La excepción fue Pointe du Raz. Este sitio no es, por poco, el límite de la Francia continental por el oeste, pero sí está ubicado en el extremo de Cap Sizun, el saliente occidental más picudo de la Península de Bretaña

En Pointe du Raz, en las postrimerías del siglo XX se recuperó el entorno y se creó una zona que, sin dejar de ser muy accesible, es pura naturaleza.


De la Maison de la Punt du Raz et du Cap Sizun, que es el centro de interpretación de la zona, parten dos senderos llanos, uno de 800 metros y otro de 1.700, que llevan al Phare du Bec de Raz.


Desde el faro, que hoy en día se ha convertido en una estación de control del tráfico marítimo, hasta el precipicio en el que acaba Point du Raz, no hay más de 300 metros.




Nosotros fuimos hasta el Phare du Bec de Raz por el camino más largo y regresamos por el corto, disfrutando del entorno, que es uno de los veinte lugares que gozan, en Francia, de la consideración de Grande Site de France.


Como decía, he dejado para el final de la relación de elementos destacados concretos que vimos, los de Carnac y los de Nantes. Los primeros, que forman parte de los Alineamientos de Carnac, son Patrimonio de la Humanidad. Con eso ya queda patente su importancia. Los de Nantes, en cambio, destacan por el simple hecho de ser los principales puntos de atracción de la sexta ciudad de Francia.

Con respecto a los Alineamientos de Carnac, los mismos están muy cerca del casco urbano. Detrás de esa denominación se esconden un montón de dólmenes, menhires y túmulos, entre otros monumentos megalíticos. Algunos elementos están dispuestos en hileras y otros se hallan aislados. La cantidad de maravillas prehistóricas que están dispersas por los alrededores de Carnac, hace que sea imposible hablar de todas con exhaustividad. A nosotros, una visita previa a la Maison des Mégalithes nos ilustró un poco sobre el entorno.


Tras echarle un vistazo al centro de interpretación, el objetivo pasó a ser ver la mayor cantidad posible de megalitos, en el tiempo que teníamos. Por motivos de preservación, muchos están vallados, pero se puede caminar libremente por los caminos que los bordean, por lo que nos echamos al campo a disfrutar de esas enigmáticas piedras. 


Lo primero que vimos fueron los Alignements du Ménec



Los Alignements du Ménec conforman el mayor alineamiento de menhires que existe en Carnac. Son 1.170 piedras, repartidas en once hileras, que casi alcanzan el kilómetro de largo. El final de este alineamiento lo marca una carretera, e, inmediatamente después, comienzan los Alignements de Toulchignan. Este alineamiento está formado por otras diez filas, pero mucho más cortas, ya que solo miden unos 100 metros. Si hubiéramos continuado en dirección noroeste, que es la que siguen los alineamientos, hubiéramos seguido viendo hileras de rocas y nos hubiéramos encontrado multitud de dólmenes, a lo largo de unos 4 kilómetros. Esa caminata, y su vuelta, escapaba totalmente a nuestras posibilidades, así que, en vez de alejarnos, nos desviamos al sur. Esa dirección nos acercaba al pueblo de nuevo, y nos permitió también ver megalitos. Así, caminando por un bosque, durante un kilómetro, llegamos al Tumulus de Sant-Michel, que a mí es lo que me impactó en mayor medida.



El Tumulus de Sant-Michel es una tumba gigante que tiene 5.000 años, por lo que se construyó 1.300 años antes que las primeras pirámides de Egipto. Hoy día nos recuerda más a las casas de La Comarca, que aparecen en El Señor de los Anillos. Dentro no se puede entrar, pero sí es posible subir a lo alto, lo cual ya fue impresionante.



No pudimos ver más megalitos, pero el hecho de poder contemplar bien los dos alineamientos y el túmulo me dejó bastante satisfecho.

La visita a Nantes fue diferente, como es lógico. A diferencia de los Alineamientos, de los que sí había oído hablar, por ser mundialmente conocidos, de Nantes apenas tenía referencias. Curiosamente, hace unos años Julia tuvo que hacer un trabajo en el colegio, relativo a una ciudad francesa, y le tocó Nantes. Desde entonces, sabía que era la patria chica de Julio Verne, pero no recordaba nada más. Ahora, ya tengo una idea clara de como es. De lo que pude ver, lo que más me gustó fue el Château des Ducs de Bretagne.


Me encantó que el castillo se pueda visitar gratuitamente con una cierta profundidad. En sus estancias alberga un museo, en el que no pude entrar, pero sí pudimos recorrer el foso, el patio de armas, las murallas e incluso parte de un torreón, sin tener que pagar. Por ello, me fui de Nantes con la sensación de haberlo visto.




Yo tengo una guía de turismo de Lonely Planet dedicada a Francia. En ella, condensan mucho el espacio dedicado a cada sitio, por lo que es una buena herramienta para ir a ver lo importante de cada lugar, cuando tienes poco tiempo. En Nantes, que es una ciudad de pasado más industrial que otra cosa, además de al Castillo, en la guía le dedican espacio a Les Machines de I'lle, al Musée Jules Verne, a la Cathédrale Saint-Pierre-et-Saint-Paul y al Jardin des Plantes. La Catedral se quemó el 18 de julio de 2020 y aún la están reparando, lo que implica que está cerrada y que solo pudimos ver su fachada desde la Place Saint-Pierre.


En todo caso, su figura impone, por lo que es interesante echarle un vistazo, incluso aunque no se pueda entrar en ella. Desde la Place Maréchal Foch sobresale especialmente, aunque se vea de espaldas.


Sí pudimos entrar, no obstante, en los otros tres highlights de la lista. De ellos, el Jardin des Plantes fue el que me gustó en mayor medida. Por su interior nos dimos un agradable paseo. Se trata de un parque urbano, inaugurado en 1860, que realmente es un jardín botánico, pero, más allá de eso, destaca por ser una agradable zona verde llena de parterres, estanques con patos, fuentes y caminitos.



En el Jardin des Plantes también me gustó una exposición temporal que había allí montada, titulada Filili Viridi. Estaba compuesta por diez obras del artista Jean Jullien, las cuales se encontraban repartidas por los jardines e integradas con los elementos de este. Se inauguró el 25 de junio y se podrá ver hasta noviembre. En la foto inferior sale la escultura de un personaje, que está tumbado en el lago, expulsando agua por la boca.


En cambio Les Machines de I'lle y el Musée Jules Verne no me dijeron gran cosa. Con respecto al museo, Julio Verne nació y se crio en Nantes, por lo que era casi una obligación dedicarle un espacio expositivo en la ciudad. Lo hicieron en 1978 y desde entonces está abierto.


El problema es que no tienen casi nada que enseñar del fabuloso escritor. El museo está ubicado en un lugar maravilloso, eso sí, pero la casa no tuvo nada que ver con Verne.


Luego, en su interior no se guarda nada suyo, salvo un baúl que utilizó en algunos de sus viajes. Se trata, por tanto, de una exposición dedicada a ensalzar el enorme impacto que las obras de Julio Verne han tenido en el imaginario colectivo.


Lo más interesante, sin duda, fueron algunas primeras ediciones de sus obras. Una de ellas estaba autografiada.


En líneas generales, el museo no está mal, aprendí algo y vi lo de los libros. No obstante, parece poca cosa, para ser recomendado como una de las principales atracciones de una gran ciudad.

Por lo que respecta a Les Machines de L'Île, esa atracción es un perfecto ejemplo de como se puede evitar que una antigua zona de astilleros acabe siendo un sitio sórdido. Nantes está atravesada por el Río Loira, cuando este está a punto de desembocar en el mar. Como dije, en ese lugar ya lleva un caudal considerable, y a la altura de donde se ubica el centro de la ciudad se divide en dos grandes brazos, que después se vuelven a unir. Al partirse el curso del río en dos, durante casi 5 kilómetros, se ha formado una isla que tiene esa longitud y una anchura máxima de 1.000 metros. Es la Île de Nantes. Esta está compuesta, en gran parte, por un barrio residencial, en el que viven 40.000 personas. Sin embargo, su sector occidental, que era industrial y de astilleros hasta 1987, se está reestructurando para darle diversos usos. Uno de ellos es el turístico. Por eso, allí se ha creado un vasto espacio de exhibición y de entretenimiento, ideado por la compañía de espectáculos La Machine, e inaugurado en 2007. Se denomina Les Machines de L'Île, y en él se mezclan los mundos inventados por Julio Verne, el universo mecánico de Leonardo Da Vinci y la historia industrial de Nantes.

Partiendo de esa idea, Les Machines de L'Île incluye una serie de atracciones mecánicas, donde la gente se sube. No hay montañas rusas, no se trata de vivir emociones fuertes, sino de disfrutar, por ejemplo, de un paseo a lomos de un enorme elefante mecánico de tamaño natural.


Les Machines de L'Île es una zona que está abierta y es gratuita. No es un parque temático propiamente dicho. Por allí hay algunos restaurantes, y es un sitio agradable para pasear. Lo que cuesta dinero es acceder a las atracciones, que se pueden dividir en cuatro. De estas, en el elefante y en el carrusel no nos montamos. Nosotros nos centramos en Les Terrasses de L'Atelier y en Le Galerie des Machines.


Esta última es como un gran hangar, en el que se exponen más de una decena de enormes máquinas, que representan a animales e insectos, los cuales se mueven mecánicamente en un espacio controlado. Es el personal de la atracción el que maneja las máquinas, pero en la mayoría de ellas se pide la colaboración del público para ponerlas a funcionar, usando palancas y mandos. Me resultó curioso. Sin embargo, vistas dos máquinas, vistas todas, por no hablar de que las personas del público que pudieron colaborar en la puesta en marcha de las máquinas se contaron con los dedos de las manos.



Además, la exhibición me resultó lenta. En consecuencia, de nuevo me quedé con la impresión de que aquello es poca cosa para ser considerado como una de las principales atracciones de una gran ciudad. Por su parte, Les Terrasses de L'Atelier, que significa Las Terrazas del Taller, son dos pasarelas desde las que se ve, desde lo alto, otro hangar que está enfrente del de Le Galerie des Machines


Realmente, Les Terrasses de L'Atelier es el taller donde trabajan los constructores de las máquinas. Nosotros fuimos en sábado, así que no vimos a nadie currando. 

En todo caso, Les Machines de L'Île no es algo estático, sino que está en desarrollo. De hecho, los de La Machine están trabajando, desde hace años, en el montaje de un gran árbol gigante, en el que estarán integradas las máquinas que vimos, y otras. Ese árbol está previsto que tenga unas dimensiones brutales (50 metros de diámetro y 35 de altura). En teoría, se va a empezar a construir en pocos meses, y se quiere terminar para 2027. No obstante, vi un cartel explicativo del proyecto, en el que se nota que han cambiado dos datos, sobrescribiendo sendas cifras: originalmente el árbol iba a tener más ramas y se iba a finiquitar antes. Ahora, han corregido las letras tipográficas que pusieron en su día, reduciendo el tamaño del árbol y ampliando el plazo de ejecución.
 

De todas formas, de ese árbol ya se puede ver una gran maqueta, de varios metros de altura, por la cual se desciende de Les Terrasses de L'Atelier.



En cualquier caso, ni el museo ni las maquinas justificarían por si solos una visita a una ciudad. En realidad, el atractivo de Nantes reside en sus calles y en sus plazas. 

Así, en ellas se puede disfrutar del Miroir d'Eau, que es una fuente cuyos chorros mojan una gran superficie y hacen un efecto de espejo.


También destaca el Passage Pommeraye. Se trata de una galería de inspiración parisina, que fue inaugurada en 1843. Cuenta con tres niveles, de manera que conecta, mediante una gran escalera central, la Rue Santeuil con la Rue Fosse, a pesar de que hay 9'40 metros de desnivel entre ellas. Su interior está repleto de tiendas.



Digna de elogio en Nantes es, también, la Place Royale.


La Porte Saint-Pierre está junto a la Cathédrale Saint-Pierre-et-Saint-Paul, y formaba parte de las murallas medievales de Nantes. En la actualidad, es el único trozo de estas que subsiste.


La Rue du Verdun y la Rue de la Marne son dos de las principales calles comerciales de Nantes. Salvo el primer tramo de la Rue du Verdun, ambas son peatonales, lo que ayuda a que estén muy concurridas en horario comercial. 


También me pareció reseñable la Rue Maréchal Joffre. Está al noroeste del centro y me recordó a las calles madrileñas del barrio de Malasaña.


Por último, no puedo dejar de nombrar un par de sitios que se encuentran en el barrio de Bellevue-Chantenay-Sainte-Anne, donde estaba nuestro hotel. Chantenay-sur-Loire fue un pueblo independiente hasta 1908, año en el que fue absorbido por Nantes. Estaba habitado, fundamentalmente, por gente de clase trabajadora, y en el siglo XIX se convirtió en el epicentro del movimiento obrero de Nantes. Al ser anexionado, pasó a ser un barrio, por las buenas. Este, hoy día, se denomina Bellevue-Chantenay-Sainte-Anne, porque engloba lo que fue el meollo de Chantenay-sur-Loire, así como Bellevue, que era un distrito que quedaba al norte y al noreste, en Chantenay-sur-Loire, y Sainte-Anne, que fue la zona de expansión de esta población en dirección al Loira. En Nantes, todo el centro y las orillas del río son llanas y están al nivel del mar, pero la ciudad se eleva unos 30 o 40 metros cuando se aleja del agua. En ese contexto, Bellevue-Chantenay-Sainte-Anne tiene la particularidad de que está en alto, pero llega casi hasta el río, y al toparse con este, no baja hasta él descendiendo paulatinamente, sino que lo hace de forma muy abrupta. Por eso, lo que se crea es un acantilado. El sector que acaba en ese cortado es, precisamente, el de Sainte-Anne, y en él es donde está el Museé Jules Verne y el establecimiento donde nos alojamos. Lo bueno que tiene esa parte de Bellevue-Chantenay-Sainte-Anne, es que en ella hay varias puntos concretos desde los que se ven preciosas vistas. Uno de ellos es el Belvédère Jean Bruneau, que está situado en la Esplanade Jean Bruneau, la cual da a la Rue de L'Hermitage. En esa placita está, desde 2005, la estatua titulada Capitaine Nemo et Jules Verne Enfant (el Capitán Nemo no sale en el plano en la foto inferior). Es obra de la escultora Élisabeth Cibot. No obstante, más allá de la estatua, lo que destaca de ese lugar es la panorámica.


No muy lejos de la Esplanade Jean Bruneau hay otro mirador, llamado Belvédère de L'Hermitage. En este caso, la obra del arte que está asociada a las vistas no es una estatua, sino la propia estructura del mirador, que es obra de Tadashi Kawamata.



Para terminar ya con Nantes, no puedo dejar de hablar de algo que me ha llamado mucho la atención en Francia, y es la diferencia de ambiente que percibí entre los pueblos y la gran ciudad. En efecto, a lo largo de diez días recorrimos Bretaña, viendo solamente a representantes de la versión local de los WASPs estadounidenses (WASP, además de avispa, es el acrónimo de White Anglo Saxon Protestant), que en el país galo se llamarían BGCs (de Blancs Gauloises Catholiques). El caso es que, al llegar a Nantes, comprobé que allí lo que predomina por doquier es el ambiente multicultural. Me gustó, porque me pareció que los grupos étnicos conviven en armonía, pero también es cierto que vi que no hay mezcla ninguna entre los blancos, las personas de origen magrebí y los subsaharianos. Todos coexistían en el tiempo y en el espacio, pero sin mezclarse.

Con independencia de los highlights que hemos visitado, como dije antes hemos almorzado o cenado en más de veinte restaurantes de todo tipo. Ha sido una gran experiencia gastronómica. En otros viajes hemos ahorrado mucho, comiendo bocadillos, pero esta vez formaba parte del plan el hecho de pegarnos un buen número de homenajes culinarios. En relación a los negocios de restauración, la tipología de estos ha sido amplia. En algunos casos, tan solo salvamos los muebles, como es lógico. Por ello, no voy a hablar de las ocasiones en las que hemos almorzado en carretera o en sitios random. Sin embargo, ha habido un buen número de veces que hemos matado el gusanillo à la française, es decir, comiendo en una crêperie. Las crêperies son la versión francesa de los bares de tapas sevillanos, es decir, son esos lugares donde te sientas, un poco al azar, sabiendo que hay 5 o 6 platos que no van a faltar, y donde vas a poder quitarte el hambre a un módico precio y de una manera informal. Después, las tapas pueden estar ricas o pueden ser una mierda, pueden tener una buena o una mala relación cantidad/precio, y pueden ser innovadoras o pueden no serlo. Hay bares de tapas muy puestitos, y otros que son auténticas cobachas, pero, sean como sean, están por doquier. En Andalucía occidental, en ese tipo de bares te comerías una tapa de ensaladilla, unos chipirones plancha o un montadito de lomo. En el equivalente de Bretaña te comes un crêpe o una galette, porque es lo único que hay (las galettes y los crêpes son tortitas de trigo muy similares, pero las primeras se hacen con trigo harinero y se suelen acompañar de ingredientes dulces, mientras que las segundas se hacen con trigo sarraceno y van, normalmente con ingredientes salados). Luego, hay establecimientos con una amplia variedad de crêpes y de galettes, y hay otros más básicos. Nosotros probamos seis, que estuvieron en Vannes, en Carnac, en Quimper, en Locronan, en Saint-Malo y en Rochefort-en-Terre. Este último, llamado Café Breton, estaba en una pintoresca casa del siglo XVI, y, por lo visto, lleva abierto, con diferentes propietarios, desde 1818.


Para mí, la mejor de todas las crêperies fue la de Carnac. Se llamaba Crêperie Chez Marie. Hay que decir, además, que esa noche estábamos de una mala hostia infinita, porque no íbamos a cenar ahí, en principio, sino en un restaurante con una  Estrella Michelin, del que hablaré después, en el que nos trataron de puta pena. Finalmente, nuestra primera gran experiencia gastronómica Michelin, de las dos que llevábamos previstas, se fue a la mierda, y acabamos en Chez Marie rebotados (en los dos sentidos figurados de la palabra que se me ocurren). El destino quiso que me tomara allí la galette más rica de las vacaciones. Llevaba huevo, patatas, sardinas y, como no, mantequilla.


La Crêperie Chez Marie no echó a andar en el siglo XIX como la de Rochefort-en-Terre, pero también era toda una institución y estaba en un emplazamiento muy chulo. El establecimiento fue fundado en 1959, en una casa de piedra tradicional, ubicada frente a la Église Saint-Cornely de Carnac.



Aparte, también se merece una mención especial la Crêperie Le Sainte-Barbre de Saint-Malo, por la atención recibida, y por la cerveza artesana local, marca Chat-Malo, que me bebí.



Todos los demás sitios que comimos fueron restaurantes. En Nantes, nos metimos en un italiano, La 500, que no me defraudó. Me tomé una lasaña a la boloñesa muy buena, y la pizza también estuvo a la altura.


En el resto de los lugares comimos comida francesa, aunque en la mayoría de los casos me decanté por los animales marinos, que desde hace años me tiran más que los terrestres. Así, en Biarritz pedí unos chipirones a la plancha con verduras en el Restaurant Le Tandem, una brasserie que da a la Place Sainte-Eugénie.


En el Restaurant La Kase de La Rochelle me decidí por un Pavé de Cabillaud à la Plancha avec Syphon Aïoli e Risotto de Lentilles Vertes (lo que viene siendo un lomo de bacalao con salsa alioli, acompañado con unas lentejas de guarnición).


El de Les Voiles fue el almuerzo más original, porque, en realidad, fue un brunch. Lo que pasa es que el orden en que se podían comer los alimentos eran voluntario y yo empecé por los dos huevos benedictinos escalfados sobre panecillos tostados, con patatas fritas y trucha ahumada, como bebida elegí el champán y no el smoothie, y dejé para después el bufé de dulces y también el café. Todo eso, sumado a que apuramos la hora y empezamos a comer pasadas las 13'30, hizo que aquello fuera para mí un almuerzo normal y corriente. No se si alguien se meterá ese lote entre pecho y espalda a media mañana, sin haber desayunado antes, pero no fue nuestro caso. De todas formas, con independencia de lo bueno que estuvo lo que nos pusieron, lo mejor fue el lugar donde comimos, ya que nos sentamos en la terraza exterior del restaurante, que está ubicada en un sitio maravilloso.


En Roscoff, en el Restaurante Bellevue, no recuerdo lo que comí, pero sí se que el sitio de la cena volvió a ser fascinante, ya que nos sentamos junto a una enorme cristalera, que daba directamente a la pequeña bahía que el pueblo tiene delante.


El homenaje del Restaurant Le Pré Salé, en La Caserne, fue de mis preferidos, en parte porque estaba muy predispuesto a disfrutar, dado que esa noche tenía muy fresco el dulce regusto de haber visto muy bien Mont Saint-Michel, que era el lugar que tenía más ganas de visitar en todo el viaje, y que me había flipado. Además, el restaurante fue de los que cuidan los detalles. Allí me tomé un filete de dorada muy bueno.


En el Restaurant du Château, en Josselin, el lugar de la cena volvió a ser de ensueño. Me tomé una deliciosa ensalada con salmón y gambas, pero lo verdaderamente llamativo fue lo de degustar una Leffe en ese contexto.


Realmente, en Josselin el restaurante era el del hotel en el que dormimos, por lo que todo resultó muy cómodo. En este caso, la anécdota estuvo relacionada con el empeño de los camareros en hablarnos en francés a mil por hora, pese a que les habíamos dicho que no entendíamos nada. Llegados a este punto, no puedo dejar de comentar, que parece que bastantes franceses tienen la mala costumbre de no tener el más mínimo interés por hablar alguna lengua que no sea la suya. Les da igual que les entiendas o que no. En apariencia, son aficionados a hablarle a una pared, con la cosa de que la mayoría ni siquiera se dirigen a ti usando un francés lento y vocalizado, por mucho que te vean que estás cogiendo moscas. Me he dado cuenta, además, de que los hay que, incluso, hablan o chapurrean inglés, pero no cambian de idioma hasta que no te han visto poner cara de rana, por no entender una mierda de las parrafadas que lanzan a todo carajo. Los hay que da la sensación de que, incluso, quieren disfrutar de tu ignorancia unos segundos, antes de empezar a hacer el esfuerzo por hacerse entender. Otros, sí es verdad que, dentro de esa pasividad por hablar lenguas extranjeras que flota en el ambiente, no se han molestado, con el paso de los años, en aprender el inglés básico que se necesita cuando se trabaja en un negocio enfocado al turismo. Algo así fue lo que nos encontramos en el Restaurant du Château. Fueron atentos y muy amables, pero se empeñaron en hablarnos en francés a toda leche, y, un par de veces, no nos quedó otra que poner cara de póker, asentir a lo que fuera que nos dijeron, esperar a que se dieran por satisfechos y se fueran.

Nuestra última comida en Francia nos la pegamos en el Le Bistrot Maritime de Libourne. La ciudad no me gustó, pero el restaurante estaba en el paseo que da al río, es decir, en la parte arreglada de la localidad. Además, estaba lleno y el ambiente era muy bueno. Había tanta gente, que nos sentamos de milagro, en unas mesas altas que había. 

En Nantes, estuvimos en varios sitios. Del lugar donde almorzamos el primer día voy a hablar al final, porque fue el mejor de las vacaciones. Antes, sin embargo, tengo que mencionar que las dos cenas que hicimos allí también estuvieron muy bien. La primera la disfrutamos en Amour de Pomme de Terre, sentados en la Rue des Carmes, justo enfrente de la Maison des Apothicaires. En Bretaña, se conservan pueblos repletos de casas con entramado de madera, pero en Nantes han desaparecido casi todas. Una de las que se conserva es la citada maison. Dicen que es la casa más bonita de la ciudad. Nosotros cenamos viéndola.


La segunda cena fue la que nos tomamos en el restaurante italiano del que ya he hablado. Antes, estuvimos en la Brasserie La Cigale, que está ubicada en la Place Graslin. Allí, lo que hicimos fue tomarnos un café y unos dulces. Sin embargo, el rato fue especial, por la importancia que tiene La Cigale en Nantes. No en vano, el negocio se inauguró en 1895. 


Además, durante años fue un lugar de parada frecuente de artistas de todo tipo. Después, vivió muchas vicisitudes, pero nunca perdió su impactante decoración interior, estilo art noveau.

Para el final de la parte de la narración dedicada a los negocios de restauración, he dejado las dos experiencias en los restaurantes con Estrella Michelin. Una fue maravillosa, y la otra fue nefasta... por decirlo de alguna manera. En realidad, esta última fue inexistente. Tuvo lugar en Carnac, y voy a empezar hablando de ella, para terminar con la de Nantes, que en cambio nos dejó con un gran sabor de boca.

El caso es que en Carnac hicimos un intento por cenar en un sitio llamado Restaurant Côté Cuisine. A pesar de lo deplorable que acabó resultando la experiencia, el mismo juega, en teoría, en la primera división de los restaurantes.


Sin embargo, su supuesto estatus no le libra de estar gestionado por gente despreciable, y no hablo de los chefs, a los que no vi, sino de la pareja que tienen al cargo de la sala. Nosotros, el pasado 30 de julio intentamos cenar en Côté Cuisine, pero no lo logramos, porque fuimos echados del local por uno de los dos gerentes, como si fuéramos unos apestados, pese a que llevábamos las reservas hechas desde España. Ya a la hora de intentar formalizarlas, fueron tremendamente desagradables con mi hermana Inés, que fue la que se encargó de todo. Éramos ocho y, por lo que parece, no podíamos sentarnos juntos, pero, en vez de avisarla para buscar una solución, optaron por cancelar, por las buenas, la reserva que había hecho. Empezamos mal. A pesar de eso, en un segundo intento, mi hermana pidió dos mesas de cuatro, una a nombre de su marido y otra al de mi madre, y así creyó arreglar el problema. Pelillos a la mar. Pasado el escollo inicial, todo parecía en orden. No obstante, la noche de la cena, con la primera toma de contacto física el plan se fue al garete. Lo que sucedió fue que, nada más entrar en la sala, la gerente se vino para nosotros, nos miró con cara de terror y nos dijo que el restaurante estaba completo, haciendo aspavientos con las manos. Cuando mi hermana le aclaró que tenía reservadas dos mesas de cuatro personas, la señora, como si hubiera visto un fantasma, se fue, junto con el otro gerente, al ordenador, cuchicheraron allí tres frases, y volvieron diciendo que una de las reservas estaba confirmada (la que estaba a nombre de mi madre), pero que la otra no lo estaba y no les constaba. Es cierto que mi cuñado no había confirmado nada, puesto que, para hacerlo, hay que responder a un email que te mandan el día de la cena, a primera hora de la mañana, y él, metido en la vorágine del viaje, lo había obviado. De todas formas, se, con total seguridad, que mi madre tampoco había contestado al dichoso correo, dado que llevaba una semana con el móvil apagado. Aquello, por tanto, era una excusa, pero, aun así, mantuvimos la intención de aclarar el asunto de buen rollo. Sin embargo, tras aquella descarada mentira, la primera gerente optó por quitarse del medio, no sin antes regalarnos una inolvidable cara de asco, y fue el otro el que se quedó encargado de despacharnos. Lo hizo de una manera tan desagradable y tan altiva, que no nos quedó más remedio que darnos la vuelta e irnos a buscar un lugar alternativo donde cenar. De regreso, con el restaurante prácticamente cerrado (el mismo está ubicado en un pequeño hotel donde también nos alojábamos), nos volvimos a encontrar con el señor, que, sin dejar de hablar en francés a todo carajo, a pesar de que le habíamos avisado de que apenas si lo chapurreábamos, nos dijo, en plan borde, que se le habían quedado dos mesas vacías de cuatro personas, que había revisado las reservas, y que eran las nuestras, pero que, como mi hermana le había dicho que tenía ambas a su propio nombre, que le había liado, y que la culpa era suya. Ella trató de decirle en francés, como pudo, que le había indicado, en su momento, que las reservas estaban a nombre de mi madre y de su marido. Después, intentó añadir que el lío lo había causado él, al cerrarse en banda a las explicaciones, con su actitud rancia, sus malos modales y su impertinencia. Así, dimos por zanjada la experiencia en el Restaurant Côté Cuisine. Mi hermana ha comido muchas veces en restaurantes con Estrella Michelin, y dice que jamás había vivido nada similar. A mí tampoco me habían tratado nunca como a escoria de un modo tan descarado. Fue humillante. Ignoro si es que a los del restaurante les sobra el dinero o qué, pero lo que sí se es que el 30 de julio se quedaron con dos mesas colgadas. Seguramente, lo que perdieron será calderilla para ellos... o no. En cualquier caso, por lo que he leído en Tripadvisor, parece que no fuimos los primeros que sufrimos a semejantes gilipollas. Eran reincidentes. Con nosotros, la clave fue que los dos fulanos, cuando se fueron al ordenador a hacer como que miraban las reservas, estaban tan paralizados por el pavor de tener que alternar con el populacho, que realmente no se pararon a comprobar que les estábamos diciendo la verdad. Sin haber llegado a revisar bien las reservas que tenían, la señora se esfumó y el señor no tuvo reparos en largarnos, sin tener ni puta idea de lo que estaba hablando. De ahí, que luego les sorprendiera el hecho de quedarse con dos mesas vacías. Pues sí había dos reservas, señores de Côté Cuisine. Estaba todo en orden. Que fuéramos vestidos con ropa de Zara y de Pull & Bear, y con pantalones vaqueros, en vez de con ropa de Versace, no significa que vayamos a los restaurantes con Estrella Michelin queriendo que arrimen ocho sillas a una mesa de cuatro, como si aquello fuera un puto McDonald's. En fin...

Por suerte, en Nantes sí pudimos vivir lo que es una experiencia en un restaurante con clase. Fue en el Restaurant L'Atlantide 1874. En ese lugar sí pude degustar un almuerzo que perdurará en mi memoria para siempre. En L'Atlantide 1874 el chef se llama Jean-Yves Guého, y tuvimos la suerte de verlo por allí, en plena faena. Eso moló mucho. Además, su staff demostró estar a la altura de las circunstancias. Por ello, nos trataron con corrección y con educación. El personal fue muy amable y su profesionalidad quedó patente en todo momento. Con respecto al restaurante en sí, el mismo está ubicado justo al lado del Musée Jules Verne. Por tanto, al igual que el museo, se asoma al Loira, y desde su terraza las vistas, más que preciosas, son espectaculares.



Precisamente en esa terraza fue donde nos sirvieron los canapés, que hicieron las veces de entrante. También probamos dos tipos de mantequillas artesanales.



Los bocaditos provocaron una explosión de sabor en mi boca. Antes de ir a restaurantes como este, no era consciente de hasta que punto un trozo de comida puede provocar sensaciones tan fuertes y tan placenteras en uno.

Teniendo en cuenta la entidad del restaurante, no puedo evitar poner fotos de todos los platos. El primero que nos pusieron, por desgracia no recuerdo de qué estaba compuesto.


A partir del segundo, ya sí se cuales eran los ingredientes. Así, tras el plato naranja que he puesto arriba, nos pusieron otro, llamado Cruz de langostinos marinados al aceite de vainilla, con hinojo y manzana verde.


Tras el primero, llegó el momento de los platos de pescado y de carne. De pescado nos pusieron un medallón de rape, con yema confitada, miso y patatas roseval. De carne, una pechuga de pichón de la familia Terrien, con calabacín violín y almendra fresca.


Para acabar, el título del plato dulce fue Variación de moras y arándanos con sabor a tomillo y merengue crujiente. Lo milagroso de estos restaurantes es que a mí no me gustan las moras ni los arándanos, pero este postre me encantó.


El café también vino acompañado de unos pequeños dulces.


En conclusión, el almuerzo en el Restaurant L'Atlantide 1874 fue una experiencia sensacional. Fue mi segunda comida en un restaurante con Estrella Michelin. Esta calificación la otorga la Guía Michelin, que es una guía francesa. De hecho, la cuna de la buena mesa está situada en el país galo, por lo que es un honor haber podido visitar un restaurante de gastronomía local de la más alta calidad.

Para terminar, voy a hablar de los hoteles en los que pernoctamos, que fueron diez. Lo cierto es que hubo de todo, partiendo de la base de que no hubo ninguno que no estuviera de lujo. Dentro de la categoría de establecimientos más impersonales, dormimos en el Best Western Plus Hôtel Kregenn de Quimper, que, a pesar de ser un alojamiento bastante estándar, tenía gimnasio, un soberbio desayuno y un agradable jardín japonés en su interior. Lo menos atractivo fue su ubicación, en la gris Rue des Réguaires.


También pertenecían a una cadena hotelera grande el Hôtel Mercure Mont Saint-Michel y en el Hôtel Mercure Libourne Saint-Emilion. El primero tuvo la particularidad de que todas las habitaciones estaban en la primera planta y daban al aparcamiento, como si fuera un motel estadounidense. El segundo, que estaba ubicado en un moderno edificio que contrastaba con los demás del centro de Libourne. Además, curiosamente fue este el que tuvo el mejor desayuno que he tomado en este viaje, y los he tomado muy buenos, por norma general.


En conjunto, probablemente el mejor hotel en el que nos alojamos fue el Maisons du Monde Hôtel & Suites La Rochelle Vieux Port. Maisons du Monde es una cadena de tiendas de decoración que se creó en 1996, por lo que no deja de ser curioso que haya dado el salto a la hostelería en 2019. En la actualidad tiene tres establecimientos, repartidos por Francia. El de La Rochelle fue cojonudo, la verdad. Me gustó su ubicación, estaba nuevo y muy bien decorado, era muy amplio y nos dieron un buen desayuno, en un lugar muy agradable.

Hoteles con un grado medio de personalización fueron el Ama Hotel de Biarritz y el Hôtel du Château de Josselin. En ambos me encantaron las vistas desde la ventana de la habitación. En el primero se veían los tejados de la ciudad y en el segundo el impresionante Castillo de Josselin, en primer plano.


Como colofón, he dejado los hoteles con un encanto más personalizado en los que estuvimos. Todos tuvieron sus peculiaridades. Así, el Hôtel Particulier Ascott de Saint-Malo estaba en una mansión del siglo XIX, que perteneció a un armador. Se convirtió en hotel en 1910, por lo que cuenta con una gran solera, también como establecimiento hotelero. Por otro lado, está situado en el corazón del elegante barrio de Saint-Servan, que se halla algo distanciado del centro de Saint-Malo. Eso nos permitió alejarnos un poco del meollo de la ciudad.


Aparte, el hotel con las vistas más espectaculares fue el Chez Janie Hôtel de Roscoff. El mismo no fue el más lujoso en el que nos alojamos. De hecho, nuestra habitación estaba en una cuarta planta sin ascensor, por lo que llegar arriba nos deparó varios momentos de esfuerzo. Sin embargo, las estancias estaban montadas con detalle y, sobre todo, tenían una luz y unas ventanas que valían millones.


Otro alojamiento muy personalizado fue el Hôtel Lann Roz. Esa noche salió todo torcido, porque ese establecimiento es el que estaba unido al Restaurant Côté Cuisine. Como es lógico, uno puede dormir en el hotel sin comer en el restaurante, y a la inversa, pero nosotros habíamos puesto nuestra ilusión en la combinación de las dos experiencias. Al final, la cena se fue al garete, y eso acabó teniendo consecuencias en la impresión agridulce que me llevé de Lann Roz. Por ejemplo, me chocó que, estando en una habitación cuádruple, dos de las camas estuvieran en un cuartillo pelado que había al fondo. Tampoco es que fuera importante, cuando viajo estoy acostumbrado a pernoctar en lugares mucho peores, pero en el contexto de supuesta excelencia en el que nos encontrábamos, dada la actitud de los del restaurante, la forma de acomodar a cuatro personas me pareció que estaba un poco traída por los pelos. Por otro lado, de manera independiente a cualquier incidencia paralela, la disposición de la ducha en el cuarto resultó ser lo más ridículo que he visto en un hotel, en mis 45 veranos de vida. En efecto, en la estancia había una cama de matrimonio que, de cabecero, tenía una especie de barra, y detrás, totalmente abierta al dormitorio, es donde estaba la ducha, con una mampara completamente transparente.


El simple hecho de que alguien abriera la puerta de la habitación ya te podía dejar en pelotas a la vista de cualquiera que estuviera en el pasillo, pero es que, sin necesidad de depender de esa mala suerte, con una ducha así uno se acaba lavando con los compañeros de cuarto rondando por la estancia. Es absurdo.

En contraposición, una vez más, lo que salió mal en Carnac resultó bien en Nantes. Efectivamente, en este último lugar no solo comimos en un restaurante de lujo, sino que también dormimos en el alojamiento que tenía asociado, que se llamaba Maison Guehó.



En Nantes, pernoctar en Maison Guehó fue un placer que puso el broche de oro a nuestro viaje, no solo por las vistas sobre el Río Loira que se veían desde el dormitorio, ni por lo bien que estaba este, sino, sobre todo, porque ese hotel solamente tenía cuatro habitaciones, ubicadas encima del restaurante, de manera que se puede decir que lo cerraron para nosotros. Para salir y para entrar del alojamiento pasábamos no muy lejos de la cocina (estaba separada por una gran cristalera), lo que me permitió ver detalles de como se trabaja en ese tipo de restaurantes, a horas en las que no hay comensales. De hecho, llegué a ver a Jean-Yves Guého allí sentado, en una mesa anexa de la cocina, haciendo algo en un ordenador.

En definitiva, he tenido que resumir mucho. Unas veces he obviado cosas y, otras, apenas si he nombrado los lugares. No puedo negar que me quedo con las ganas de dar más detalles y de poner más fotos. Desde que escribo en este blog no había hecho un periplo tan denso en visitas, en restaurantes, en hoteles y en experiencias destacables. Por ello, he dudado si romper las reglas que yo mismo fijé, a la hora de estructurar la información. Con respecto a los países extranjeros, en su día decidí escribir, en cada viaje, un único post por cada país, entresacando solo la información de los sitios que están en la lista del reto Tesoros del Mundo, o en la del reto de Principales Ciudades del Mundo. Por eso, en este caso voy a hablar aparte de Mont Saint-Michel, pero lo demás está incluido en este artículo, dado que, al final, decidí no romper mis propias pautas organizativas. Sin embargo, tampoco podía extenderme más, por lo que he tenido que ser bastante escueto en algunos pasajes. No obstante, creo que ha quedado plasmado lo que visto y lo que he sentido, en líneas generales. Para complementar y profundizar en los detalles, si leo yo el post tiraré de mi maltrecha memoria, y si es otra persona la que lo lee, le invito a que use su imaginación, a partir de lo que lea, rellenando los huecos con lo que le evoque la lectura.


Reto Viajero TODOS LOS PAÍSES DEL MUNDO
Visitado FRANCIA.
En 1990 (primera visita), de los 44 Países del Mundo que están en Europa, % de visitados: 9'1% (hoy día 40'9%).
En 1990 (primera visita), de los 196 Países del Mundo, % de visitados: 2% (hoy día 9'7%).


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